lunes, 7 de noviembre de 2011

LOS CIEN DÍAS

Columnistas | 07-11-2011 | Maribel Toledo Ocampo - Diario 16

LOS CIEN DÍAS


Cien días han pasado desde que Ollanta Humala se ajustó la banda presidencial para dirigir los destinos de todos los peruanos y dos cosas -por lo pronto- han quedado claras: no es el monstruo chavista que sus adversarios pintaban ni tampoco el revolucionario que rompería con el modelo económico imperialista, castrador, poco equitativo, y todos los calificativos dados en campaña a esa derecha que él mismo combatía.

Ollanta Humala ha sido, en sus primeros días, más bien conservador. En sus actos y en sus formas. Su bajo perfil mediático ha caído simpático entre los peruanos que lo respaldan con el 60% de aprobación. Una cifra que nunca tuvieron sus 2 antecesores: Alejandro Toledo y Alan García. Parece que la campaña de miedo creada por sus enemigos políticos no solo le sirvió (en efecto búmeran) para ganar la elección, sino para sostenerse en sus primeros días como mandatario. Ante los pronósticos de un tsunami, un terremoto, una catástrofe, los ciudadanos que no votaron por él reciben los pequeños temblorcillos casi con agradecimiento. No fue tan malo y eso- con nuestra experiencia política de desilusiones- se traduce como bueno.

El presidente Humala ha cumplido en estos 3 primeros meses con establecer la ruta de lo prometido. En algunos casos de manera seudoengañosa, como en el tema del famoso impuesto a las sobreganancias mineras que terminó siendo un gravamen. Aunque -hay que decirlo- de 3 mil millones de soles anuales, mucho más de lo logrado en el pasado gobierno con el “óbolo voluntario”. Se ha cumplido también con la promulgación de la ley de consulta previa, el aumento del sueldo mínimo, la activación de Pensión 65, la puesta en marcha del Consejo Nacional de Seguridad y la creación del Ministerio de Inclusión Social.

Pero, de otro lado, este inicio auspicioso se ha visto ensombrecido por el maldito cáncer de la corrupción que se resiste a abandonar a nuestra clase política. El último escándalo de Omar Chehade ha sido, sin duda, la denuncia periodística de mayor sustento de estos primeros días. La reunión en ‘Las Brujas de Cachiche’ con los altos mandos policiales en favor del grupo Wong para el desalojo de la azucarera Andahuasi, nos cuenta la misma historia de siempre. Nos aleja de una gran gransformación en la lucha contra la corrupción y el tráfico de influencias.

Ahora bien, seamos justos. Es el entorno de Ollanta Humala el que empieza a flaquear en este aspecto y no el propio mandatario. Si no son sus hermanos que se sienten presidentes (La última de Antauro ha sido llamar al Jefe de Estado “ambiguo” y que su gobierno está maquillado para el “saqueo” y el “choreo”), son sus ministros los que perjudican al mandatario con su escasa sensibilidad o falta de compromiso (García Naranjo bailando reggaeton tras la muerte de 3 niños por intoxicación, y Susana Baca cumpliendo con su recargada agenda de cantante como tema prioritario). Los congresistas no se quedan atrás: el ‘come oro’ y la ’roba cable’ hacen gala de otra tara que ha caracterizado a nuestra política de siempre: el oportunismo y la improvisación en la conformación de los partidos, que son los que deberían más bien contribuir a la estabilidad de la figura presidencial, que en democracias débiles –como la nuestra- es imprescindible.

Pero si el desmarque de los personajes más sombríos de su entorno no es oportuno, Ollanta Humala corre el riesgo de convertirse en el próximo Alejandro Toledo y ser flanco de un linchamiento mediático continuo por los errores de otros. En el poder, la inacción puede convertirse en complicidad, por lo menos ante los ojos del escrutinio ciudadano.

Queda ahora en los 1727 días restantes zafar del conservadurismo de la forma para dar paso a la Gran Revolución del fondo. Que el Consejo de Seguridad sea más que una reunión de expertos elaborando teorías. Que el Ministerio de la Inclusión no se convierta en una iniciativa tan solo nominal e idealista de algo que él prometió hacer realidad. Recién empieza el momento que diferenciará a un soñador de un estadista.

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