jueves, 17 de noviembre de 2011

La justicia antes del juicio

La justicia antes del juicio

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Buscando el equilibrio entre la impunidad y la inocencia.
Especialistas del Derecho Penal indican que son dos los errores en la administración de justicia que la sociedad repudia con mayor firmeza. El primero, la falta de castigo para el delincuente. Inmersos como estamos en una ola de creciente criminalidad, ejemplos de este rechazo abundan: ante la muerte del fotógrafo Ivo Dutra, el asalto en el que quedó herida la hija del congresista Reggiardo, el escalofriante suceso del hincha Walter Oyarce, e incluso la desaparición de Ciro Castillo, el conjunto de la sociedad clama por justicia; y por justicia debe entenderse sanción ejemplar y cárcel inmediata para los responsables.
Este clamor, justificado y correspondiente con un instinto natural que exige resarcir y castigar el daño, choca sin embargo con la cruda realidad de la carga procesal del sistema de justicia peruano: según cifras del Ministerio de Justicia, en el 2010 el tiempo promedio que debe transcurrir entre que se da inicio a un proceso penal y se obtiene una sentencia de primera instancia (es decir, que se determina judicialmente la culpabilidad o inocencia del imputado), es de 44 meses o casi 4 años para los procesos ordinarios, y 23 meses para los procesos ‘sumarios’. En aquellos distritos judiciales que ya operan según lo dispuesto por el Nuevo Código Procesal Penal (NCPP), norma llamada a reducir considerablemente los tiempos procesales y que viene siendo aplicada paulatinamente, el tiempo promedio para un proceso común es de 14 meses, y el de uno simplificado, 7 meses. La consecuencia de esto es evidente: aun bajo el NCPP, esa sociedad que exige justicia en el acto solo la verá llegar, en la mejor de las situaciones, 210 días después de cometido el delito, cuando la relación causal entre daño y castigo ha desaparecido ya del imaginario comunitario. Se torna imperativo, entonces, recurrir a medidas más inmediatas.
La prisión preventiva: precaución procesal o anticipo de penaCada nuevo delito refuerza el reclamo popular por ‘mano dura’. El NCPP, sin embargo, siguiendo criterios esencialmente iguales a los del Código anterior (y acordes con estándares internacionales), establece que una persona podrá ser enviada a prisión antes de ser sometida a juicio solo si se dan tres condiciones conjuntamente: primero, la existencia de “fundados y graves elementos de convicción para estimar razonablemente la comisión de un delito que vincule al imputado como autor” (artículo 268.°, 1, a, NCPP); segundo, que la sanción por imponerse sea superior a cuatro años de prisión; y, tercero, que se pueda inferir razonablemente que el imputado intentará evadir a la justicia (peligro de fuga) u obstaculizar la averiguación de la verdad, sea escondiendo evidencia, amenazando testigos u otros. En otras palabras: la prisión preventiva como medida cautelar puede ser impuesta únicamente cuando existe un temor fundado de que el juicio corre peligro de no poder realizarse en condiciones normales, y nunca como castigo anticipado para el malhechor.
Esto no es fácil de interiorizar. En el afán popular de ver que el sistema responde ante la comisión de un crimen, será siempre muy complicado que se acepte la prisión preventiva únicamente como precaución contra un posible riesgo procesal, y desechar su concepción más rudimentaria y a la que recurre el ciudadano común: a la prisión va el culpable; permitir la libertad a esperas del juicio equivale a impunidad. La cuestión consiste en si jueces y fiscales, quienes deben operar con absoluta independencia y únicamente de acuerdo con lo que dice la ley, se muestran conscientes de este clamor popular y actúan o no en concordancia con él. Los primeros acercamientos al tema, en el marco de una investigación en profundidad en curso, proveen de algunas luces en ambos sentidos.

 El solo hecho de que una persona esté afrontando un proceso penal en prisión llevará a una mayoría a considerar que sí cometió el delito y, por tanto, merece condena.

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Primero: cuestionada una pequeña pero importante selección de actores judiciales sobre los criterios que, en los hechos, utilizan fiscales y jueces para solicitar e imponer (respectivamente) prisión preventiva a imputados, una facción apuntó como elemento predominante a la gravedad del delito cometido y la extensión de la pena para el caso en cuestión (léase, la prisión o libertad se determina según el tipo de delito imputado). El peligro procesal, verdadera raison d’être de la prisión preventiva, sería complementario o, en casos extremos, descartado del todo. También hicieron mención de una dificultad material de parte de los fiscales de probar fehacientemente en la audiencia, para la gran mayoría de sus casos, el peligro de fuga o la posibilidad de que el imputado interfiera en la actividad probatoria, lo que obliga al juez a ser “flexible” en la interpretación del peligro procesal como supuesto y así poder imponer prisión al imputado. En sentido contrario, otro grupo explicó cómo, en su experiencia, la gravedad de la pena sí puede ejercer como un importante motor de fuga, al hacer notar claras diferencias de comportamiento entre imputados enfrentando penas potenciales de pocos o muchos años de cárcel.
Un segundo punto sería la identificación y el grado de influencia de una variedad de factores extralegales que afectan la toma de decisiones sobre la libertad o prisión de un acusado. Aquí, algunos jueces, fiscales y abogados señalaron claramente a la prensa como el “más relevante y de mayor impacto”, un actor “agresivo” de primer orden con el que algunos evitan la confrontación, y cuyos editoriales —constantemente a favor de más ‘mano dura’— ejercerían una gran presión sobre el accionar de actores judiciales. Un efecto intimidatorio similar tendría otros elementos que afectan gravemente las decisiones de jueces y fiscales, tales como la posibilidad de sanción proveniente de la Oficina de Control de la Magistratura (OCMA) y la interferencia de autoridades de otros poderes del Estado. Otros actores judiciales fueron claros en señalar que, si bien admitían la existencia de dichos factores, no veían que jueces o fiscales se dejaran influenciar por ellos en sus decisiones cotidianas.
Tercero, valdría la pena mencionar, si bien pendientes de confirmación cuantitativa, las expresiones de algunos entrevistados respecto de dos puntos adicionales. Uno, el hecho de que apelar una decisión sobre prisión preventiva sería efectivo mayormente cuando ésta no ha sido concedida por el juez (el juez de apelación “corregirá” y la impondrá en la mayoría de casos), mientras que resultaría menos efectivo apelar cuando sí ha sido impuesta (el juez de apelación difícilmente variará la medida). Dos, la opinión de que las medidas cautelares alternativas a la prisión preventiva, las que podrían resultar suficientes para garantizar un juicio con todas las garantías, son consideradas ineficientes, principalmente por una falta de supervisión de su cumplimiento.
La etapa de la inocenciaEl segundo error más repudiado por la sociedad en lo que a administración de justicia se refiere es la encarcelación de un inocente. La libertad, después de la vida, es el bien más universalmente valorado y uno de los derechos humanos fundamentales. Aun así, alrededor del 60% de las personas actualmente recluidas en una cárcel peruana son imputadas en prisión preventiva (según datos del INPE), o, lo que es legalmente equivalente, inocentes hasta que, meses después, se demuestre (o no) lo contrario. Sobre el particular, distintos estudios realizados en otros países reflejan que estas personas, en su condición de presos sin condena, tienen una mucho más alta probabilidad de ser encontrados culpables al final del proceso que aquéllos que, acusados de los mismos delitos y de características similares en todos los demás aspectos, afrontan el proceso en libertad (cf. Rankin 1964).
La explicación es múltiple: primero, la condición de detenido en prisión es un estigma excepcionalmente difícil de ignorar y que influye psicológicamente a jueces y juega siempre en contra del imputado. A través de casos ficticios (con alto control del flujo de información entregada a los encuestados), y utilizando como único dato diferenciador la libertad o prisión del acusado, se ha demostrado que el solo hecho de que una persona esté afrontando un proceso penal en prisión llevará a una mayoría a considerar que sí cometió el delito y, por tanto, merece condena, situación que se invierte cuando los datos señalan (y es ésta la única diferencia en la información entregada) que el imputado afronta el caso en libertad (cf. Koza y Doob 1974).
Segundo, privar a una persona de su libertad tiene también consecuencias prácticas: en cualquier proceso penal será inevitable que una persona en prisión tenga mucho menos tiempo de acceso a su abogado defensor y de preparación de su caso, en comparación con sus pares en libertad. Esta situación se vuelve especialmente crítica en el caso de presos que no cuentan con familiares o una red de apoyo fuera de la cárcel, como se ha podido observar con presas extranjeras que esperan condena en el penal Santa Mónica. ‘Empujar un caso’ desde dentro, con escaso acceso al abogado o ayuda del exterior y sujeto a las restricciones y horarios propios del funcionamiento de una cárcel, es claramente una tarea titánica que pone en clara desventaja al imputado preso frente al sistema de justicia (y a aquellos reos en libertad).
Repudios y deberesLa realidad, entonces, exige del Estado, a través de sus jueces y fiscales, un delicadísimo ejercicio de equilibrio de deberes: por un lado, cumplir con la responsabilidad de perseguir eficazmente el delito, para lo cual podrá recurrirse a la prisión preventiva con el fin de garantizar que el juicio pueda llevarse a cabo en presencia del imputado y con la evidencia intacta; por el otro, cumplir también con el deber primordial de proteger la libertad del ciudadano como derecho fundamental, y, por tanto, solo aplicar la medida cautelar cuando se vuelve estrictamente necesario. El ejercicio es sumamente complejo, pero el mandato es claro: evitar que el rechazo actual a la impunidad del delincuente se convierta en la semilla de un repudio futuro a la encarcelación de inocentes.

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