viernes, 22 de julio de 2011

El hechizo de los segundos lugares (y cómo deshechizarlo)

El hechizo de los segundos lugares (y cómo deshechizarlo)

Revista ideele

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Desde hace algunos años, un estigma vinculado a los procesos electorales parece caracterizar nuestra historia. Es el “misterio de los segundos”, y consiste en que los que quedan en segundo lugar terminan ganando las siguientes elecciones.
Sucedió con Alejandro Toledo en el año 2001, quien ganó los comicios luego de quedar en segundo lugar el año anterior, luego de unas reñidas y cuestionadas elecciones. El segundo lugar del 2001 fue para Alan García, quien derrotó el 2006 a Ollanta Humala, el actual presidente electo.
La década de los 90 fue harto difícil por los permanentes indicios de fraude en cada elección; pero si queremos retrotraernos llegamos a 1980, cuando, luego de 12 años de gobierno militar, fue elegido Fernando Belaunde de Acción Popular. El APRA quedó en segundó lugar y ganó las elecciones 5 años más tarde. En 1985 quedó segundo Alfonso Barrantes, líder de Izquierda Unida, quien en una controvertida decisión renunció a contender en segunda vuelta con Alan García. Argumentó que ya la decisión del pueblo estaba tomada y no quería ocasionarle gastos inútiles al Estado en tiempos de recesión.

La decisión de Barrantes precipitó una realidad inminente: el descalabro de Izquierda Unida. Muchos no le perdonaron su comportamiento ambiguo frente al gobierno aprista, y otros usaron ese pretexto para disolver algo que ya ni con babas se unía.
Luego se inauguraría el tiempo de los outsiders, y su más infausto representante triunfó en las elecciones de 1990 con todos los votos ¿de? la Izquierda Unida —es decir, de quien quedó en segundo lugar en las elecciones de 1985—.

Pareciera que estamos signados por una continuidad que más bien parece un hechizo. Algo debemos tener en nuestro ADN histórico que hace que transitemos de la ilusión desbordante a la desilusión jacobina. Una constante en las elecciones es no solo la victoria anunciada de los segundos lugares, sino también la implacable derrota de aquéllos que han triunfado en la anterior contienda. Y lo más probable es que ni siquiera presenten candidato. En los últimos 30 años el único partido que no se descalabró en las elecciones siguientes fue el fujimorismo, pero en procesos electorales con todos los visos de bambas.
Esta volatilidad de nuestro electorado es más que una paradoja. Expresa con claridad el remedo de democracia que por momentos parecemos:
– No existe un sistema de partidos.
– Demócratas precarios.
– Marca la C de caudillo.
– El APRA mandó al diablo a la socialdemocracia y se fue a cambiar.
Todo esto hace que cada 5 años se repita la misma historia pero con personajes distintos, y que después vuelvan a surgir los mismos de la historia anterior. De ahí que se diga que en nuestra tradición política no existen cadáveres —pero tampoco referentes, y eso es lo peor—. Por eso no es de extrañar que tras la cobertura de una democracia de vitrina los poderes fácticos, como las Fuerzas Armadas y la Iglesia, tengan un protagonismo subrepticio y poderoso.
Tal como sostiene Eduardo Dargant en su libro Demócratas precarios, vivimos un sistema democrático tan frágil que las élites usan la democracia como un comodín de acuerdo con sus intereses. Si un gobierno los favorece por efecto de sus políticas o por defecto le perdonarán que cruce el limbo de las formas democráticas. Si, por el contrario, el gobierno los perjudica, se volverán los fieles defensores de la democracia, la estabilidad jurídica y la institucionalidad. La falta de institucionalidad de los partidos políticos juega en pared con una democracia descuajeringada. No existen verdaderos partidos, y los que existen no cumplen esta función. Lo que hay es una maquinaria de nombres y movimientos nuevos en cada elección, agrupados tras el carisma de un caudillo.
Basta ver los símbolos de las principales agrupaciones políticas en las últimas elecciones: Gana Perú (marca la O de Ollanta), Perú Posible (marca la chakana en forma de T de Toledo), Alianza para el Gran Cambio (el mapa del PPC con el PPK de Kuczynski), Fuerza 2011 (marca la K de Keiko). Ningún análisis serio podría considerar que en el Perú exista siquiera un simulacro de un verdadero sistema de partidos. O siquiera partidos.

Una constante en las elecciones es no solo la victoria anunciada de los segundos lugares, sino también la implacable derrota de aquéllos que han triunfado en la anterior contienda.

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Perú Posible empezó a resucitar cuando Alejandro Toledo movía los dados de su postulación. Y Toledo pensó que ésa era una buena idea cuando la popularidad de Alan García empezó a despeñarse. Por eso cuando Alejandro Toledo, después de la segunda vuelta, dio el ultimátum aquel de que quien apoyara a alguna de las dos candidaturas sería expulsado del Partido, sonó más Toledo que nunca. Finalmente, días antes de las elecciones don Alejandro tuvo que verse con el dilema de expulsarse a sí mismo al anunciar con bombos y platillos el apoyo a Ollanta Humala.
En la esfera izquierda, para nadie es un misterio que la mayoría de los sobrevivientes militantes se embarcaron en el proyecto de Humala, cual última hora en la última estación. Un conocido dirigente lo comentó explícitamente: “Qué quieres, ¿que se nos pase el tren?”.
En el rango de las anécdotas se encuentran Renzo Reggiardo, Rafael Rey y Barba Caballero hablando cada uno de sus partidos y sus bases. Reggiardo ha dicho que los tránsfugas han sido los de Fuerza 2011, ya que él ha sido, fue y será del Cambio 90 originario. Un partido del cual solo se conocen a él y su padre como dirigentes, militantes y bases. El caso de Cambio Radical de Barba Caballero es mucho más radical si de anonimato se trata. Él mismo dijo que solo lo componían tres personas: Bayly, Cateriano y él. Los dos primeros no tardaron en desmentirlo.
Los más optimistas cuando se discute este tema hablan del APRA y del PPC como los dos únicos partidos peruanos que realmente funcionan. El PPC es una máquina de cuadros, sin duda, pero el asunto es a dónde van a parar. En muchos casos a comisiones investigadoras en calidad de investigados; en otros, a San Jorge; y en los casos más felices, levantan vuelo y postulan por su cuenta. Si ése es el ejemplo de partido, estamos pues partidos.
El APRA, por su parte, es lo que más se asemeja a un partido político a pesar de los afanes del Presidente por desarmar aquello que rescató de las cenizas. Tiene bases, estructura y una doctrina que había sabido defender a través del tiempo a pesar de las marchas y contramarchas a las que lo llevó su fundador, Haya de la Torre.
Por méritos propios, sin embargo, aquello que más se asemejaba a un partido político tradicional (en el mejor sentido del término) hoy está en riesgo. En el imaginario nacional el APRA ocupaba el espacio de la socialdemocracia. Originalmente, en los tiempos en que el mundo de las ideas fue absorbido por el concepto de las clases sociales, el APRA se correspondía con los intereses de la clase media o pequeña burguesía. No propendía el cambio de sistema, pero sí una serie de reformas estructurales.
El APRA de hoy ha dejado esa veta en discurso, método y aplicación; y el camino puede convertirse en sin retorno. Al menos en las próximas elecciones, el candidato García, si es existe (como candidato, me refiero), tendrá que vérselas con la línea del centro a la derecha dentro de la cual hay harta oferta. Un panorama similar al que vimos en estas elecciones cuando presentaron a doña Mechita. La falla de origen de la candidata invitada de la estrella es que su radio de expansión tenía un techo y poco más podía sumar a sus estáticos 5 puntos.
El nacionalismo hace rato que ha llenado ese espacio al que en algún momento García llamó “cambio responsable” y al que mucho antes su fundador le decía “izquierda responsable”. Esta vez el APRA pecó de irresponsable ante la historia y dinamitó su componente ideológico y su capital político. Queda la estructura, pero ella no pervive sola. Sin contenido y a la deriva, es como carcasa que se lleva el viento.
Cuando se habla tanto de defender el modelo, me pregunto si se toma como parte del sistema este régimen de representaciones que se circunscribe a fortalecer un tipo de economía exitosa que podría funcionar dentro de cualquier estructura política: dictadura, “dictablanda”, democracia, socialismo del siglo XXI y demás hierbas. Si vamos a defender un determinando modelo, éste debe implicar más que una defensa de la estabilidad monetaria y los TLC. Temas como los derechos humanos, económicos, sociales, culturales, calidad de vida y otros deben estar incluidos dentro de ese paquete monocromo al que llaman modelo. Es en esta variedad de aspectos y temas que los partidos deben crecer y fortalecerse.
Las próximas elecciones presidenciales seguramente nos traerán algunas sorpresas, pero si fisgamos los años recorridos no es difícil imaginar que dentro de la balota estará el fujimorismo nuevamente con grandes posibilidades de ganar.
¿Cómo desactivar esta posibilidad? ¿Cómo conjurar el hechizo? ¿Cuál será el beso del príncipe que evite que nos comamos el sapo? La receta es justamente no seguir la receta. Si Ollanta Humala decide seguir a pie juntillas los consejos y ceder ante las presiones, viajar en un avión marca Romero y aceptar las invitaciones de sus nuevos amigos, se habrá perdido. Si cree que ése será en adelante el secreto para garantizar su estabilidad en el asiento de Pizarro, está equivocado.
Algunos creen imposible que Humala logre armonizar sus promesas de campaña con el juramento y la hoja de ruta. A otros les aflora el subconsciente del fundillo y creen que la fórmula de la conversión que aplicaron con García le debe calzar también al Presidente electo. Si Humala logra constituir los programas sociales prometidos hasta el cansancio, se desmarca personalmente de los escándalos de corrupción que sin duda aflorarán en su gobierno, impulsa la lucha contra los delitos de gobiernos pasados e implementa la ley de consulta para prevenir conflictos sociales, logrará mantener un importante respaldo popular, conjugar los cuestionamientos del voto crítico y aislar a los recalcitrantes. Todo esto no se logra con un consenso absoluto. Un consenso relativo, más bien, no implica dejar de pelearse sino escoger selectivamente a tus enemigos.
Humala, más ahorita que tarde, va a tener que decidir. Que las decisiones sean prudentes y no extremas, es otra cosa. Que se tomen mediante el diálogo y no la violencia también lo es. Ésa es precisamente la tarea de un gobernante, tomar decisiones, y éstas siempre tienen efectos; si no se lo dijeron, que se vaya enterando de una vez. Que gobernar para todos no significa gobernar con todos.
Mientras tanto, es preferible que el Presidente electo se compre un mosquitero para evitar los molestosos soplos en el oído. Ni los cansinos andares de García ni las parrandas de Toledo: Ollanta deberá encontrar su propia ruta mirándose a sí mismo en los ojos de sus electores. Rectifico: no de “sus” sino “de los” electores.
Solo así se podrá conjurar el conjuro.

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