Archivo del Autor: Arturo Rivas

El foco quemado en El Comercio

El editorial de hoy en el siempre tan objetivo e imparcial diario El Comercio se pretende iluminador respecto al conflicto entre la PUCP y la Iglesia católica. Sencillamente, no lo es. Veamos por qué.
1. Dice que los representantes de la PUCP (nótese que no da nombres) no hablan de lo central; a saber, el derecho que tenga o no la Iglesia, sino únicamente de “el uso que, de reconocérsele, podría dar la Iglesia a este derecho (obstruyendo, por ejemplo, toda investigación científica y desarrollo teórico que pueda oponerse a la doctrina católica)”. En el mundo real, y no en la fantasía del editor, lo cierto es que este punto ha sido planteado como un tema relevante —y ciertamente lo es— pero nunca como el tema central. Desde el comienzo la estrategia de la PUCP se ha concentrado en lo jurídico, con el Arzobispado primero y luego con el Estado del Vaticano, al punto incluso de descuidar lo político en el asunto. Es más, yo sí creo que debía colocarse en el centro también “el uso que…”, porque más allá de lo jurídico, la dimensión histórica sólo se capta al observar que las decisiones de la Iglesia romana (más allá de Cipriani) obedecen a un férreo control institucional centralizado que se inició en el siglo XII y que, tras reforzarse en Trento y Vaticano I, no tiene visos de acabar (al menos en las pretensiones de los eclesiásticos), y que luego de los monasterios, que pasaron a ser poco influyentes en la modernidad, se enfocó en las instituciones educativas hasta ahora. De todos modos, el punto es que el editorial de El Comercio es, por decir lo menos, “inexacto”.
2. Luego sostienen que los “hechos que hablan a favor de la posición de la Iglesia son poderosos”. Se basan en dos: el primero, que la Universidad habría sido creada dentro del derecho canónico (asumiendo que eso la marcaría de por vida y que ese derecho privado está por encima del nacional) y que no existían las asociaciones civiles en el derecho peruano de la época; el segundo, que en los estatutos de 1956 diría que la Universidad fue fundada “por la Congregación de los Sagrados Corazones” con “aprobación de todo el episcopado” (bajo el supuesto de que, por alguna razón que sólo dios conoce, esos estatutos estarían por encima de todos los demás). Sobre esto hay que aclarar lo siguiente:
a) Decir que la Universidad se fundó sobre la base del derecho canónico es dar cuenta de una gran ignorancia respecto a la historia del derecho peruano. En 1915, no sin la esperable condena y satanización de los representantes católicos, la libertad de culto fue declarada en el Perú como un principio constitucional. A partir de entonces se fortaleció la potestad política y administrativa del Estado sobre una serie de asuntos; entre ellos, la educación universitaria. Por eso mismo fue un logro para Dintilhac obtener del presidente Pardo el permiso para operar como universidad (1917). Sin la autorización del Ministerio de Justicia, Instrucción y Culto, sencillamente la creación de la Universidad Católica no hubiese sido legalmente posible, por más autorización que diera el Vaticano, lo cual además no ocurrió oficialmente sino después. En 1921, el arzobispo Emilio Lisson no quería aún aceptar la creación civil de la Universidad Católica, pero fue finalmente convencido por Dintilhac. El título de Pontificia se le concedió a la Universidad recién en 1942. De las tres, sólo la ley peruana era y sigue siendo una condición sine qua non. El abogado del Arzobispado, Natale Amprimo, sigue diciendo que la Universidad fue fundada “en el amparo de las leyes eclesiásticas” pero sin señalar qué ley eclesiástica autorizó y dispuso la creación de la PUCP. ¿O acaso pretende que la Resolución Suprema del 24 de marzo de 1917, firmada por el presidente de la República José Pardo y por el ministro Wenceslao Valera, es una ley eclesiástica?
b) Es sintomático cómo los defensores de la Iglesia apelan al pasado para señalar que así como las cosas fueron alguna vez, así deberían seguirlo siendo para siempre, aun cuando en ese origen no hubiese nada de lo que es el Vaticano hoy. Nietzsche sabía bien de esa obsesión por los orígenes y con su método genealógico la criticó certeramente. En el caso de la PUCP sucede lo mismo, con el agravante de que se miente deliberadamente al decir que fue la Iglesia la que fundó la Universidad. De cualquier modo, si es verdad que a la gente de El Comercio les preocupa el respeto de la ley, entonces deben saber que el derecho peruano actual no permite la modificación que el Vaticano desea. Independientemente de si en 1956 había compatibilidad o no entre la ley peruana y la eclesiástica, el derecho es cambiante y es claro que hoy no la hay. Ni siquiera bajo la forma de elección de candidatos, porque se dispone la restricción de que estos deben ser “idóneos” y porque la decisión final (y esto se llama soberanía), recae sobre un Estado extranjero y no sobre la misma asamblea. La “rebeldía” de la PUCP, por otra parte, se basa en que en ningún lugar de la constitución Ex Corde Ecclesiae se pone ese requisito de elección; es más, el artículo 3, numeral 4, dice claramente que el requisito de aprobación de los estatutos no es para las universidades católicas fundadas por laicos, como la PUCP, sino sólo para las eclesiásticas. Si la PUCP hubiese sido fundada por la Congregación de los Sagrados Corazones, como se dice, ¿por qué esta congregación no estuvo nunca involucrada? ¿O por qué entonces se le llamaba en la época “Centro Dintilhac” o “Escuelita del padre Jorge”? ¿Y dónde quedan entonces los laicos que participaron en su fundación?
El editor de El Comercio afirma que “ni siquiera existían en la fecha las asociaciones civiles en el Perú”. En efecto, las asociaciones civiles se dan a partir del Código Civil de 1936, por lo que el mismo padre Dintilhac la inscribió como asociación civil en 1937. Pero el punto es que existen ahora y que la PUCP está ahora legalmente reconocida como tal. El derecho funciona así. Es un pésimo hermeneuta del derecho el que pretende que un status quo de hace casi cien años prevalezca por sobre el derecho nacional vigente. Más aún si pretende que un vacío legal de esa época tuviese en el ordenamiento civil que ser suplido por el derecho canónico. Amprimo dice que el problema se debe a que “en los últimos años las autoridades han ido modificando sus estatutos sin consultarle a sus dueños”. Primero: la Iglesia no es dueña de la PUCP como ha sido largamente demostrado. Segundo: la soberanía estatutaria de las instituciones eclesiásticas, según el Concordato de 1980, corresponde sólo a los órganos que forman parte de la jerarquía de la Iglesia. Por eso mismo Juan Espinoza Espinoza distingue entre “asociaciones religiosas” y “asociaciones civiles con fines religiosos” (Derecho de las personas, Lima: Huallaga, 2001, pp. 457-458). Sólo las primeras deben someter sus estatutos a la Iglesia y la PUCP no es parte de ellas; de hecho, ninguna universidad, aunque hubiese sido fundada por la Iglesia, podría serlo porque su naturaleza misma hace que sus miembros estén fuera de la jerarquía eclesiástica y deben por tanto guiarse por lo que manda la ley peruana. Y tercero: la jurisprudencia del Tribunal de Registros Públicos ha establecido que
No se requiere la autorización previa de la autoridad eclesiástica cuando se modifica el estatuto de una asociación civil entre cuyos fines se encuentra la difusión de la fe católica, cuando su organización y estructura guardan concordancia con las normas del Código Civil” (Res. Nº 736-2005-SUNARP-TR-L).
Ergo, sólo el derecho civil peruano es vinculante. Más claro no puede estar.
Viñeta "Kuraka" de Juan Acevedo (detalle), publicada en El Otorongo.
3. Dicen también que la autonomía no viene al caso porque “la autonomía se garantiza contra el Estado, no contra el dueño”. Seguramente, en la mentalidad de liberalismo estrecho que tiene quien escribe, eso es así, pero el principio del liberalismo —fundamentalmente de sus vertientes moral y política— no se limita únicamente a una defensa de la libertad individual frente al Estado, sino también frente a toda otra fuente de coacción. En ese sentido, no es de extrañarse que una larga tradición liberal en el catolicismo, que data por lo menos del siglo XIV, haya afirmado la libertad individual del creyente en contra de la Iglesia. En esa tradición, despreciada siempre por quienes se agrandan cuando el Estado les impone una restricción pero que se arrodillan y rezan cuando es la Iglesia la que lo hace, se gestó el respeto por las leyes nacionales y el laicismo, entendiendo que esa separación entre moral católica y derecho nacional era ella misma un mandato religioso. La autonomía, pues, aunque no quieran los dueños del periódico aceptarlo, está en el meollo del asunto.
4. Que los argumentos de quien escribe son, más que simples, simplistas, lo muestra cuando afirma que la posición de la PUCP “implica estar dispuestos a asumir un robo (a la Iglesia) con tal de tener una universidad diversa”. ¿Analiza críticamente, al menos un poco, el supuesto de que la Iglesia sea la dueña? En absoluto. Por ligerezas como estas es que hay por allí gente sin criterio que cree que por el sólo hecho de llamarse católica ya le debe pertenecer a la Iglesia. Dice el editorial que “si estamos en un Estado constitucional, los derechos que tiene cada cual deben determinarse según la ley y no según si a los demás nos parece bien o no”. Pues bien, la Ley Universitaria, en concordancia con los principios constitucionales pertinentes, determinan que las asambleas son instancias autónomas y que sólo ellas son las encargadas de elegir al rector. A la Iglesia católica se le da, según el Concordato vigente (que es otro tema de vergüenza nacional), la facultad de regir con su derecho privado sólo a los seminarios e institutos teológicos. De modo que, más allá del caso de la PUCP, si alguna universidad que la Iglesia cree y administre eligiese a su rector por decisión o influjo del arzobispo, la Asamblea Nacional de Rectores podría aplicar la Ley e imponer sanciones a la Universidad exigiéndole la adecuación de sus estatutos a la ley nacional. (Y éste sí es un tema del que nuestro ilustre periodismo de investigación no informa.)
5. El editor de El Comercio cree que las tinieblas medievales son luminosas. Por eso enfatiza lo del “pésimo ejemplo” que darían las autoridades a los alumnos (como si estos fuesen críos en pañales) al supuestamente manipular el tema… ¡Qué tal conciencia! Además, si el que escribe es de aquellos seres precarios que actúan básicamente por imitación, a pesar de su avanzada edad, ese es asunto suyo; que no nos meta a los estudiantes universitarios en su grupo.
6. Y se afirma también en la columna que las autoridades han pasado por encima “ya varias veces en el conflicto paralelo sobre la herencia de Riva-Agüero, de lo que disponen los tribunales”. ¿No es acaso el abogado del Arzobispado, pasándose de “vivo”, quien quiso aprovechar un exceso meramente interpretativo y no vinculante del Tribunal Constitucional para pedir que se le dé la razón al Arzobispado sin siquiera iniciar un juicio sobre dichos bienes? ¿No fue acaso que el Poder Judicial, en doble instancia, rechazó esta pretensión? Entonces, ¿quién es el que pretende pasar por encima de los tribunales y no acatarlos? ¿Quién el que desinforma y quiere manipular?
7. El editor se escandaliza porque los representantes de la Universidad digan que el rechazo de los actuales estatutos por parte del Papa (que no es sino el rey del Vaticano) no es un verdadero problema, toda vez que el término “católico” no es de exclusividad de la Iglesia, por más que el derecho canónico, inaplicable en nuestro ordenamiento civil y registral, así lo estipule. Dice que se opone a los sectarismos de cualquier tipo, pero la “imparcialidad” de la que hace gala la columna se limita a señalar que Cipriani es un personaje nefasto para la apertura intelectual; nunca pone en la menor duda el presupuesto indemostrado de que la Iglesia sea la propietaria, en cuyo caso, aun si así fuese, no podría ésta “manejar su propiedad como mejor le parezca”. Las universidades no son propiedades cualesquiera y eso deberían saberlo los Miró Quesada por propia experiencia. Como se ha dicho, por más normas privadas que tenga la Iglesia, en la elección de autoridades toda universidad debe someterse a las leyes nacionales. En caso contrario, puede y debe ser inhabilitada.
Estas observaciones desde luego no pretenden que los fanáticos dejen de pensar como piensan. Están dirigidas más bien a quienes quieren seriamente hacerse una opinión informada sobre el tema. El Comercio, en cambio, lanza opiniones desinformadas sobre esto como lo ha hecho siempre sobre muchos otros temas. No se quiere tampoco que un periódico con una dudosa reputación a lo largo de toda su historia sea ahora una lumbrera del periodismo nacional, pero hay que decirles a estos señores que para iluminar sobre un asunto es preciso estar bien informado y tener un poco de autocrítica para no hablar de lo que no se sabe. Porque un foco quemado, como el que tienen escribiendo esta columna, no alumbra en absoluto. Menos aún si su posición es exactamente la misma, con los mismos argumentos y términos, y por ende los mismo vicios, que la expresada por Amprimo. (¿Qué… tan poco original es Martha Meier Miró Quesada, la editora central de fin de semana adjunta a la dirección?) Así las cosas, el lema de la PUCP bien podría ampliarse según el propio texto evangélico: Et lux in tenebris lucetet tenebrae eam non comprehenderunt.
Caricatura de Carlín (La República, 26-02-2012)

Periodismo a la peruana (1)

Apenas una brevísima revisión de cómo la prensa peruana informa puede servir también para ilustrar a nuestros jóvenes estudiantes de periodismo sobre los requisitos de la profesión. A propósito de la captura de Artemio, por ejemplo, encontramos tres requisitos indispensables: la incoherencia, el servilismo y la mala redacción.
¿Acaso no es verdaderamente ejemplar el periodismo actual en el Perú?

El Informe de la CVR y la educación según Aldo Mariátegui

La ministra de Educación, Patricia Salas, ha tenido el acierto de reaccionar frente al tema del MOVADEF proponiendo la inclusión de las conclusiones del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú (CVR) en los currículos escolares, a fin de que se recuerde y discuta con los estudiantes lo que ocurrió en nuestro pasado reciente. Aldo Mariátegui ha reaccionado a su vez en contra de esta posibilidad en una columna de su diario. Más allá de la pésima redacción (ni siquiera puede darle estructura a lo que escribe), creo que sus opiniones merecen respuesta por lo que trasciende a Mariátegui; esto es, por la idea de educación que presupone.
Dice el director de Correo que este “documento genera demasiados reparos”. En primer lugar hay que evaluar qué reparos. Si se trata de los reparos infundados del fujimorismo o los de él mismo, estos son irrelevantes. Tan irrelevantes como los reparos de un fundamentalist ante la enseñanza del evolucionismo. Luego, si se trata de reparos atendibles, precisamente la educación está (o debe de estar) hecha para discutir lo que se lee, criticarlo y criticarse también uno mismo (esto último, en lo que Mariátegui es más bien ocioso, es fundamental), llevarlo más lejos, contrastarlo con otros documentos (como el libro del presidente Humala, por ejemplo), etc. Evidentemente estos temas no entrarían al currículo del jardín de infantes, sino en la educación histórica y cívica de la secundaria avanzada. La educación, más aún en ese nivel, no puede ser la repetición de versiones oficiales que no son puestas en duda, que es como se suele enseñar la historia en nuestras escuelas, sino análisis críticos que evalúen, para decirlo como Nietzsche, la utilidad y perjuicios de la ciencia histórica para la vida presente, teniendo en cuenta que toda historia es una interpretación sujeta a evaluación y, eventualmente, a refutación. Pero la idea que Mariátegui tiene de la educación no es ésta, sino una que prefiere dar textos oleados y sacramentados, verdades libres de toda duda o murmuración, para poder evaluar el aprendizaje con pruebas igualmente facilistas de elección múltiple o de verdadero/falso. Los estudiantes, entonces, quizá recuerden a la perfección el rostro de Abimael Guzmán, pero seguirán sin haber entendido nada respecto a las causas de lo que ocurrió, atribuyéndolo sólo a que existen seres humanos que son malos en sí mismos, monstruosos por naturaleza, como el cuco o los psicópatas (o como el mismo Mariátegui, según algunos de sus detractores). En la filosofía, en cambio, esa que se enseña en los cursos de Estudios Generales que Mariátegui considera que fueron una pérdida de tiempo en su paso por la PUCP, se nos advierte que no hay verdadero conocimiento si no se conocen las causas, si no se pregunta el porqué. Por otro lado, ¿existe una historia libre de reparos? No. Eso sólo significaría que se está asumiendo una versión del pasado acríticamente, sin darse cuenta de los condicionamientos, intereses y necesidades del historiador, ni los de uno mismo. Y, como demostró Nietzsche en su Segunda Intempestiva (Sobre la utilidad y perjuicio de la historia para la vida), ese positivismo es sumamente dañino pues sacrifica al pensamiento y la libertad de espíritu.
También dice Aldo Mariátegui que “a mucha gente no le va a gustar esa versión caviar de que el terrorismo fue ‘un conflicto armado interno’”. Esta es una de las muchas mentiras deliberadamente hechas para confundir y, sobre la base de un simplismo, pretender descalificar un texto que es conceptualmente cuidadoso (la CVR tuvo a especialistas que delimitaron y sustentaron el uso de los términos finalmente utilizados). Lo cierto es que en el Informe de la CVR al terrorismo se le llama terrorismo: “La CVR ha encontrado que el PCP-SL (…) se expresó como un proyecto militarista y totalitario de características terroristas” (p. 317); y condena sus estrategias, como “el llamado equilibrio estratégico que acentuó el carácter terrorista de sus acciones” (p. 319). Desde luego que hay temas discutibles, por ejemplo el reclamo de que Sendero Luminoso no haya respetado los Convenios de Ginebra (p. 127). ¿Dónde se ha visto que un grupo terrorista respete convenios de guerra? Pero eso mismo ayuda a reforzar que se trataba de terroristas y no de un grupo beligerante (una guerrilla). Cuando la CVR habla de “conflicto armado interno”, se refiere a la totalidad de la situación de violencia, en la que no sólo había actos terroristas por parte de Sendero Luminoso y del MRTA, sino también negligencia y actos terroristas por agentes del Estado, y, distinguidas siempre, actuaciones legítimas y heroicas por parte de los grupos de ronderos y las Fuerzas Armadas, de las que la CVR dice que “reconoce la esforzada y sacrificada labor que (…) realizaron durante los años de violencia y rinde su más sentido homenaje a los más de un millar de valerosos agentes militares que perdieron la vida o quedaron discapacitados en cumplimiento de su deber” (p. 323). ¿Dónde la CVR deja “a los militares y policías virtualmente como unos torpes carniceros”, como afirma? ¿Cómo llamar, pues, a este período de violencia? ¿No hubo acaso un conflicto, no fue armado ni interno? Aldo Mariátegui quiere ver una legitimación del terrorismo y una descalificación de las fuerzas armadas y policiales donde no hay sino un ajustado y estricto discernimiento de las acciones y omisiones que posibilitaron o impulsaron la violencia. La actitud de Mariátegui, en cambio, contribuye a la causa del terrorismo en la misma medida en que renuncia a pensarlo.
También cuestiona el cálculo estadístico utilizado por la CVR para estimar la cantidad más probable de víctimas. Según Mariátegui se trata de cifras “infladas por un método para contar anchovetas”. Que se sepa, la estadística es una ciencia que se ha ido haciendo rigurosa no sólo para contar anchovetas, sino también, por ejemplo, para estimaciones de ganancias en negocios, para indagar los efectos de un medicamento y para los sondeos de aprobación política como los que Mariátegui difunde en su programa y en su diario con gran entusiasmo cuando se trata de la alcaldesa de Lima. Eso no quita, desde luego, que el método mismo pueda ser discutido seriamente, pero también es preciso aclarar que ello no afecta en absoluto el contenido sustancial de las conclusiones de la CVR.
Cómo no va a ser valioso, pues, leer en los textos escolares algo como lo que sigue:
La CVR encuentra asimismo un potencial genocida en proclamas del PCP-SL que llaman a «pagar la cuota de sangre» (1982), «inducir genocidio» (1985) y que anuncian que «el triunfo de la revolución costará un millón de muertos» (1988). Esto se conjuga con concepciones racistas y de superioridad sobre pueblos indígenas (p. 318).
El Informe Final de la CVR no es un documento definitivo, así como la noción de verdad manejada por la Comisión es todo lo opuesto a la de una verdad absoluta e incontrovertible. El liberalismo, el buen liberalismo político, está también alejado de una noción de verdad incontrovertible. Lo que caracteriza como verdadero al Informe de la CVR es que hasta ahora es la mejor explicación —rigurosa, ordenada y sistemática— de nuestro pasado reciente. ¿Por qué “no puede ser materia de enseñanza escolar”? ¿Porque sus autores tenían y tienen posiciones políticas? ¿Y quién no tiene una? Precisamente Nietzsche criticaba, en la obra citada, que el positivismo pretendiese un estudioso desinteresado. Para estudiar nuestro pasado y nuestro presentea propósito del Informe de la CVR como su mejor fuente hasta el momento, porque además incluye testimonios y documentos directos, no se requiere considerarle como a la Biblia, que es lo que erróneamente cree Mariátegui. Las fuentes históricas, para su ilustración, porque parece que en su caso no fue así, deben ser consideradas críticamente. Y allí el maestro cumple nada más una función de facilitador y guía, apelando en todo momento a la inteligencia de esos escolares que él menoscaba porque tienen “el criterio en formación”. El criterio, señor Mariátegui, en las personas que no son fanáticos u obsesivos, siempre está en formación. Eso no acaba con el baile de promoción ni cuando se cumple la mayoría de edad.
Lo que sí es importante señalar es que no basta con la inclusión de las conclusiones de la CVR en los textos escolares. Por un lado, esos textos deben ser presentados de maneras más sugerentes, con imágenes y vídeos, con la música que hicieron las víctimas de la violencia para sanar sus heridas, con cómics, películas y todos los medios tecnológicos que la educación de nuestro tiempo requiere para atraer la atención y el interés de los estudiantes. Por otro lado, la sola lectura de esos textos no garantiza nada. Es preciso que esta medida se dé en medio de una formación de pensamiento crítico más amplia que respalde a nuestra educación histórica y cívica.
Volviendo sobre lo dicho por Mariátegui, tal parece que tiene razón Salomón Lerner Febres, filósofo y ex-presidente de la CVR, cuando afirma que:
Es tan clara la condena de la Comisión a SL que las falsedades expresadas por estos diarios sólo pueden tener tres explicaciones: o no han leído el informe ni su resumen y hablan sin conocimiento, lo cual es en extremo irresponsable; o han leído y no han entendido lo que allí se dice: hecho que evidencia la pequeñez intelectual de quienes hoy dirigen esas publicaciones; o han leído, han entendido y han optado conscientemente por la mentira y la calumnia, lo cual delata su insignificancia moral.
Como en los desafíos que lanzaba Platón a los sofistas torpes, díganos, señor Mariátegui, qué prefiere: ignorante o inmoral.

La autonomía de la PUCP y la soberanía nacional

Según se supo hace unas semanas de autoridades de la Pontificia Universidad Católica del Perú, las conversaciones con el cardenal Péter Erdö, probable próximo Papa, no iban a admitir un retroceso en cuanto al acuerdo tomado por la asamblea universitaria de no modificar sus actuales estatutos. Se esperaba, sin embargo, poder conversar con el enviado papal sobre dar un nuevo impulso a la pastoral universitaria y a nuevos cursos de formación católica dentro de los programas académicos de la universidad y a cargo de laicos, como recomienda, a partir de Vaticano II, el más reciente documento sobre educación superior católica del CELAM (el Consejo Episcopal Latinoamericano). Pero, según un blog de autor argentino replicado por varios medios de prensa, el cardenal Erdö no habría estado interesado en temas de educación pues se le habría enviado con una misión estrictamente política: convencer a la PUCP de cambiar su estatuto, volviéndose propiamente una universidad eclesiástica (que nunca ha sido).
Así pues, en estos días se ha estado divulgando, sin ningún respaldo documental ni declaración oficial, la presunta noticia de que ese diálogo se ha roto. Aunque sin las pretensiones también económicas del cardenal Cipriani, la posición de algunos círculos católicos, entre ellos el Vaticano mismo y el cardenal Erdö según este supuesto “insider“, es cerrar filas con un firme control institucional en toda la Iglesia. En ese sentido, la PUCP, como la Universidad Católica de Lovaina y otras pocas en el mundo, es tenida por foco rebelde que hay que aplacar para que no cunda el mal ejemplo de la libertad (o, como prefieren ellos llamarle, el libertinaje). La situación está bastante clara: no les interesa una educación libre y de calidad (lo que supone necesariamente la herejía, es decir, buscar otros caminos), sino el mero adoctrinamiento moral y teológico, el control de lo que los alumnos leen, de cuándo se les permite hacerlo y con qué guía espiritual (fundamentalmente manuales de Navarra en lugar de textos originales), y el logro de una mayor fidelidad al Status Civitatis Vaticanæ, que a lo mejor porque está sobre el monte Vaticano creen que recibe mejor la iluminación divina. La moral y la política, pues, son el quid del asunto, como lo fue en el siglo XII, sólo que por entonces se trataba de uniformizar todos los monasterios, y como si las actuales prerrogativas del Vaticano hubiesen sido algo más que sacros chantajes a Estados laicos herederos, como lo es el Perú, de los ideales republicanos de la Revolución francesa, tan aborrecida por ellos.
Ahora bien, para decirlo en términos kantianos, hay que plantear tres preguntas fundamentales:
1) ¿Qué podemos saber?
Ésta es una cuestión esencial si uno no quiere opinar desinformadamente, como hacen algunos voceros del Vaticano, por ejemplo, el susodicho blog “Vatican Insider” del diario La Stampa. Se puede sintetizar algunos puntos importantes en respuesta a esa publicación (para otros me remito aquí a un post anterior).
El autor de ese blog comienza elogiando “la disposición al diálogo mostrada por el cardenal Péter Erdö”. Pero, si las cosas fuesen como las presenta, no sólo no habría habido diálogo alguno, en tanto que ambas posiciones apuntaban a los estatutos de la Universidad, sino que, de todos modos, Erdö fue finalmente enviado como visitador canónico; esto es, como poco menos que un inquisidor, que busca poner orden, sin alternativa alguna. En realidad, la PUCP no tendría ni siquiera que haber recibido a Erdö en tal condición, porque no es una universidad eclesiástica, de las que se guían no por la constitución Ex Corde Ecclesiae sino por la constitución Sapientia Christiana, y su régimen estatutario debe basarse únicamente en lo que manda la ley universitaria nacional. Se le recibió, a pesar de ello, para dialogar sobre la enseñanza católica en la Universidad, sobre cómo ella sigue todos los consejos del CELAM para las universidades católicas latinoamericanas y sobre cómo, en todo caso, podría hacerse más intensa la pastoral católica dentro y fuera de la Universidad. Pero la cuestión de fondo, como se ha dicho, era el cambio de los estatutos.
También dice el mencionado autor que “las autoridades de la casa de estudios (…) no piensan aceptar la legítima autoridad de la Iglesia”. Hay una obtusa terquedad de estos voceros en señalar que son el rector y sus asesores quienes imponen las decisiones en la PUCP, porque su mentalidad de Ancien Régime les impide comprender que hay requisitos democráticos a partir de los cuales fue la asamblea universitaria la que, unánimemente, acordó no modificar los estatutos. Aparte de ello, la posición de la Iglesia no tiene legitimidad alguna. No la tiene porque las universidades en el Perú, salvo seminarios y facultades teológicas, se guían exclusivamente por la Ley Universitaria que expresamente prohíbe que la elección de autoridades sea antidemocrática, como pretende el Vaticano. Y no la tiene asimismo porque, según el vigente Código de Derecho Canónico, hay que distinguir entre universidades católicas y universidades eclesiásticas. La PUCP es una universidad católica a la que se asigna la constitución apostólica Ex Corde Ecclesiae, que de ningún modo equivale o puede colocarse por encima de las leyes peruanas y que en términos prácticos es sólo como el reglamento de un club privado. Además, el artículo 3, numeral 3, de esa constitución reconoce que:
Una universidad católica puede ser erigida por otras personas eclesiásticas o por laicos (este es el caso de la PUCP). Tal universidad podrá considerarse universidad católica sólo con el consentimiento de la autoridad eclesiástica competente, según las condiciones que serán acordadas por las partes.
Y en el numeral siguiente señala expresamente que el requisito de aprobación de los estatutos no es para estas universidades, sino para las señaladas en los casos de los numerales 1 y 2. El error absurdo de las autoridades de la PUCP fue considerar que era un gesto de buena voluntad enviar los estatutos al Vaticano, cuando legalmente no había obligación alguna, ni por el derecho peruano ni por el derecho canónico.
Sigue el blog: “Ahora la Santa Sede se verá obligada a intervenir, y no tendrá más remedio que hacerlo drásticamente”. Tiene razón, pero no por la “intervención”, que sería abiertamente ilegal, sino por el rompimiento, aunque las cosas podrían ser estrictamente al revés: que la asamblea vote para romper el vínculo con la Iglesia católica renunciando al título de pontificia mas no a la fe católica que tiene todo el derecho de preservar. Esto me parece lo más atendible, pero depende de si Erdö únicamente vino para recabar información o si manifestó una amenaza concreta por parte del Vaticano. El rector Rubio debe informar de esto a la asamblea universitaria para que se decida el futuro de la Universidad cuanto antes.
Se habla también en el blog de la visita de Erdö como una auditoría (nótese que ya no es diálogo), término completamente inadecuado, salvo en la monetarizada mente del cardenal Cipriani. Luego dice que la PUCP debía normalizar “su situación eclesiástica adecuando sus estatutos a la constitución apostólica Ex corde ecclesiae, emanada por Juan Pablo II en 2001 y que rige a todas las instituciones de educación superior católicas del mundo”, lo cual, como se ha señalado, es una falsedad deliberada, porque esa constitución no rige a las universidades eclesiásticas ni exige aprobación de los estatutos para las universidades católicas fundadas por laicos. También se dice que “el purpurado tenía previsto permanecer en el país dos semanas”, pero lo cierto es que, desde que llegó, expresó que se iría tras una semana.
También podemos saber que el acta de fundación de la PUCP deja en claro que fue erigida como una asociación privada sin fines de lucro, sujeta a las leyes peruanas y sin participación propiamente eclesiástica, sino sólo de algunos religiosos por su carácter católico. Por tanto, a la inversa de lo que se señala en dicho blog, es más bien el Primado de la Iglesia peruana, avalado por el Estado de la Ciudad del Vaticano, quien ha optado por una posición rebelde al no querer acatar las leyes peruanas y al desconocer la autonomía fundacional de la PUCP, además de interpretar antojadizamente y en contra de la letra sus propias normas de derecho canónico. Nunca se le ha escuchado a su “especialista” en derecho canónico, Luis Gaspar, una sola declaración bien fundada, sino tan sólo generalidades cuando no agravios.
El visitador, finalmente, habría redactado un informe de catorce páginas para el Vaticano, aunque después de tantas falsedades en la nota mencionada, no hay ninguna certeza de esto. Aun así, el autor del blog se equivoca (y peca de arrogancia) al decir lo que el Vaticano puede y lo que no debe hacer. El Vaticano puede proceder del modo que mejor le parezca, pero una opción, que desconozco si está presente en el Informe Erdö, es entender correctamente el mencionado artículo 3 de la Ex Corde Ecclesiae, y, en consecuencia, aceptar los actuales estatutos, evitando de esa manera romper con el único bastión de catolicismo liberal en el Perú.
Incurre en mayor falsedad aún el susodicho autor al escribir que la Universidad podría colocar en “graves problemas a los alumnos, especialmente en cuanto a los títulos de grado”. ¿O acaso uno es licenciado en derecho a nombre del Vaticano y con la firma del Papa? Probablemente así suceda en los sueños de algunos católicos, pero no en los de todos ni tampoco en la realidad jurídica. Lo cierto es que las personas jurídicas sufren continuos cambios y en ocasiones cambian también de nombre, sin que eso implique en absoluto una disolución de la personalidad, que sería el supuesto formal bajo el cual, no habiendo más universidad católica (el título de pontificia es acá intrascendente), los bienes de Riva-Agüero y sus frutos pasarían a ser propiedad del arzobispado para ser usufructuados con idénticos fines educativos. El razonamiento del cardenal Cipriani y de sus voceros sobre este punto consiste en una apelación realmente absurda, casi kafkiana, a una inflexibilidad formal que el derecho no tiene si se preservan los objetivos constitutivos de la asociación.
Por otro lado, la PUCP no tiene ninguna “personalidad pública eclesiástica” que perder, por el simple hecho de encontrarse en el fundo Pando y no en el monte Vaticano. E incluso si se aplicase el derecho canónico como si fuese derecho nacional, no podría esto ser viable, porque la PUCP, al haber sido fundada por fieles con iniciativa privada y haber sido en 1937 inscrita así por su fundador en los registros públicos, es en derecho canónico una institución privada, de las que se especifica claramente lo siguiente: “Los bienes temporales de una persona jurídica privada se rigen por sus estatutos propios, y no por estos cánones” (Canon 1257). Por lo que es de necios e ignorantes seguir afirmando que los bienes de la PUCP le pertenecen a la Iglesia por ser católica.

2) ¿Qué debemos hacer?
En primer lugar, mantener los actuales estatutos que están amparados por las leyes peruanas, como lo ha recordado la Asamblea Nacional de Rectores en su comunicado de unánime apoyo a la PUCP. Fuera de eso, esperar que se aclare con certeza la posición del Vaticano.
En segundo lugar, mantener activas y listas las estrategias legales oportunas para defender el patrimonio de la Universidad, porque es un hecho que Cipriani lo quiere para sí (a eso se refería con su “que se atengan a las consecuencias”). Si bien no hay sustento jurídico para declarar una disolución de la Universidad, como quisiera Cipriani, tan preocupado siempre por la educación, como cuando cerró el Colegio de Santo Toribio tras acusaciones de malos manejos, habrá de todos modos que dar la batalla legal y estar alertas ante posibles maniobras políticas del cardenal, como las que realizaba con el ex-dictador Fujimori.
Tercero, solicitar al Ministerio de Educación las garantías pertinentes, incluso ante el probable cambio de personalidad jurídica, y solicitar al Ministerio de Relaciones Exteriores que asegure el respeto de la soberanía nacional frente a cualquier eventual injerencia por parte del Estado del Vaticano, la misma que en el caso de la PUCP escaparía al concordato por no tratarse de un seminario ni de un centro de formación teológica, sino de una universidad nacional que debe cumplir con la Constitución peruana y con la Ley Universitaria.
Cuarto, en mi opinión, si se verifica la información del “insider“, romper las relaciones con la Iglesia y cambiar de denominación para que sea la “Universidad Católica del Perú”, toda vez que el título de católico no es de exclusividad eclesiástica dentro del ordenamiento jurídico peruano y se encuentra debidamente inscrito en los registros públicos. Aunque el Código de Derecho Canónico y la Ex Corde Ecclesiae sostengan que la Iglesia católica tiene exclusividad, esa regla privada no tiene a su favor ningún respaldo en el derecho nacional, porque sería tan absurdo como limitar el uso de los términos “evangélico”, “protestante”, “judío”, etc., a determinadas instituciones. Ello además sería inconstitucional al afectar el derecho a la libertad religiosa. Para ser y proclamarse católico no se debe sumisión a nadie.
Por último, pero no menos importante, habría que continuar la vocación católica de la Universidad, ya sin ningún tipo de dependencia; es decir, entablar también una batalla teológica y moral con el Vaticano, en aras de preservar un catolicismo liberal y de avanzada ante el espíritu de los tiempos actuales. Ello, alentando las investigaciones sobre religiosidad, sobre distintas religiones comparadas y, en particular, sobre la tradición católica, así como brindar los elementos de juicio y organizar los debates necesarios para consolidar el carácter laico del Estado.
3) ¿Qué nos cabe esperar?
La posición jurídica de la PUCP es perfectamente sólida en el sistema jurídico peruano. Para garantizarlo, sin embargo, es conveniente preservar su identidad católica y reforzar el equipo de defensa legal. Más allá de la batalla jurídica por los bienes de Riva-Agüero, habrá que rechazar la injerencia que seguramente, aunque sin razón, como se ha observado, se pretenderá en la vía del derecho canónico. El mejor modo de evitar dicha injerencia es renunciando al título de pontificia y rompiendo todo vínculo con el Vaticano, realizando los cambios respectivos para dar seguridad jurídica a su nueva denominación y para que no haya más participación de obispos en su asamblea (que en la práctica no hay por ausencia de los mismos). Si llegan sanciones “morales” del Vaticano, tales como excomuniones (precisamente de quienes no tienen ninguna autoridad moral porque no han excomulgado a miles de curas pederastas), el tribunal de la conciencia, aquél al que apelaba ese maestro de cristianismo que fue Pedro Abelardo, nos dirá, con la certeza de Job frente a los teólogos, que la ética está por encima de la moral católica y de sus corruptelas y su fariseismo.

En defensa de la ministra Jara

La congresista del partido oficialista y recientemente nombrada ministra de la Mujer, Ana Jara, ha sido en los últimos días objeto de rechazo y de burla por sus declaraciones acerca de temas relacionados con su sector, así como por haber expresado sus creencias religiosas. Aun cuando su juramento como ministra haya sido anecdótico (algo de lo que seguiremos “disfrutando” mientras no se reglamenten las juramentaciones oficiales, como propuso la congresista Salgado), muchas de esas burlas y críticas han sido desproporcionadas e injustas.
En primer lugar porque, respecto a que prometió en lugar de juramentar, ella ha señalado (en entrevista con Beto Ortiz) que se trató de una promesa de honor como la que se permite en la función notarial. Y ciertamente su justificación es más que respetable: el juramento iría en contra de la creencia de que el hombre no es enteramente dueño de sí mismo, mientras que la promesa no. Algunos se han burlado también de las frases que dijo, como si fuese una orate inventando cualquier insensatez, cuando en realidad era una cita de la Biblia que la mayoría de peruanos (la mayoría que se dice cristiana) debiera conocer. Que dicha promesa implicase una amenaza real a la secularidad del Estado es algo que sólo puede cruzar por las atribuladas y ya paranoicas mentes de quienes se sienten defraudados porque el presidente Humala no está siendo tan nacionalista ni tan “caviar” como pensaron que sería (y como convenientemente lo fue en su campaña). Jara ha insistido en no haber querido imponer sus creencias o dar una clase de religión, sino tan sólo haber querido hacer una promesa de honor de un modo que ella consideraba sagrado. Ello debiera ser más que suficiente, sobre todo porque si algún sentido tienen estos formalismos es por el hecho de dar la palabra con un acto “religioso” (el respeto de las formalidades tenía carácter religioso en la política antigua, por ejemplo en la Roma republicana). La presencia del crucifijo, por la que nuestros autoproclamados predicadores de la tolerancia, en la práctica bastante intolerantes, no se rasgan las vestiduras, es exactamente lo mismo a las palabras de la ministra. Claro que un ateo puede sostener que no debiera haber tampoco un crucifijo, pero el ateo que esto escribe considera que lo inteligente es el respeto de la libertad individual y el pragmatismo; como el que tuvieron los estadounidenses cuando se discutió que los declarantes en los juicios o los políticos jurasen con la Biblia, porque, si una persona quiere creer que tiene que ser honesta por haber hecho un juramento o una promesa sagrada, claramente conviene aprovechar esa creencia.
Por otro lado, Jara ha señalado que su agenda inmediata es la de continuar e implementar nuevos programas sociales en favor de las mujeres, habiendo recibido un Ministerio debilitado por la reciente creación del Ministerio de Inclusión Social. Desde esa reestructuración de funciones ha dicho también que buscará “establecer políticas públicas que vayan al fortalecimiento de la familia. No existen políticas públicas que vayan en protección del núcleo básico que es la familia”. Por más pavor que le tengan las activistas feministas y homosexuales a que se mencione una protección del núcleo familiar, porque por algún motivo se les ocurre que eso no es obligación del Estado y que conlleva en sí mismo algo conservador, lo que dice la ministra no es sino una reafirmación de un principio constitucional: “La comunidad y el Estado (…) protegen a la familia y promueven el matrimonio. Reconocen a estos últimos como institutos naturales y fundamentales de la sociedad” (art. 4). También es cierto que la Constitución afirma en su artículo 6 que:
La política nacional de población tiene como objetivo difundir y promover la paternidad y maternidad responsables. Reconoce el derecho de las familias y de las personas a decidir. En tal sentido, el Estado asegura los programas de educación y la información adecuados y el acceso a los medios, que no afecten la vida o la salud.
Corresponde entonces ver si la ministra se opone a este otro artículo. En la misma entrevista televisiva dijo:
Si hay que hablar del protocolo médico del aborto terapéutico, hablamos de un protocolo, es decir, de procedimientos de carácter médico cuya competencia está exclusivamente bajo el Ministerio de Salud, de manera multisectorial con el Ministerio de Justicia que le tiene que dar el marco jurídico y una opinión del Ministerio de la Mujer que yo presido. Habremos de opinar, pero especialmente es un tema de carácter técnico. Nos tiene que decir la cartera de Salud en qué momento se pone en riesgo la vida de la madre. Hay que darle la formalidad al protocolo y eso es lo que yo dije, yo no me voy a negar a que siga su curso lo que Mocha García Naranjo aperturó en el Ministerio de buscar que el protocolo del aborto terapéutico finalmente vea la luz, pero la competencia no está en la cartera de la Mujer sino de Salud.
Como se ve, la posición de la ministra es bastante clara y sensata. Al Ministerio de la Mujer le correspondía poner en agenda una política de interés para las mujeres, pero, una vez hecho eso, ésta debe pasar al ministerio respectivo.
Sobre el aborto en caso de violaciones, dijo estar en contra a título personal. Para quienes no parecen entenderlo, eso significa que no hará política a partir de sus opiniones. Y sin embargo, más allá de eso, su opinión personal se aviene estrictamente con lo estipulado por la Constitución: el derecho a decidir no puede ir, según ésta, en contra de la vida o de la salud. No al menos dentro de los programas del Estado. Por ello, es a enmarcar todas las políticas públicas dentro del mandato supremo de la Constitución a lo que se refiere Jara cuando afirma que
existe dentro de las nueva corriente de libertades personales, el derecho a la mujer de decidir sobre su vida y sobre su cuerpo, pero creo que estas políticas públicas deban darse en el marco de un consenso social, dentro de un tiempo histórico; es decir, que las políticas busquen el interés general, no particular.
Efectivamente, ese marco es la Constitución y, en el supuesto de que quisiera permitirse el aborto por violación, habría que cambiarla. Por ello, acierta Jara al agregar, como congresista que es, “que el debate, en todo caso, se abra en el Poder Legislativo, que es la tribuna por excelencia. Nosotros somos núcleos ejecutores”. Pero el problema en ese supuesto es que nuestra Constitución garantiza el derecho a la vida del concebido dentro del núcleo de derechos que no puede ser modificado, además de no ser posible retirar un derecho otorgado. De modo que en última instancia no interesa lo que piensen la ministra o el periodista, esto es, si la mujer violada puede tener una “relación sobrenatural” de amor con su hijo o si éste, al haber sido concebido sin amor, será objeto de odio por parte de su madre. Eso es algo que queda abierto por la libertad propia de la naturaleza humana. Lo cierto es que el Estado no puede permitir el aborto por ninguna otra causa que no sea el riesgo de muerte de la madre.
Evidentemente, este asunto del aborto, más aun en casos de violación, se reduce si se evita la concepción. Ahí es cuando la llamada píldora del día siguiente muestra su importancia. No obstante, existe en nuestro ordenamiento jurídico una sentencia del Tribunal Constitucional que, por cuestionable que sea, prohíbe que el Estado reparta dicha píldora dentro de sus programas. Por eso la ministra hace bien al decir que no se puede repartir actualmente, hasta que la sentencia sea modificada, porque ningún miembro del gobierno puede colocarse por encima del Estado de derecho, y menos aún si es también notario público. Como diría Kant (cf. Metafísica de las Costumbres), se puede protestar todo lo que se quiera, pero, al final, se debe obedecer.
Algo interesante en la entrevista son las peculiaridades de la fe evangélica que allí expresa la ministra, más allá de su aprobación del uso de preservativos como un “método natural”. Su respeto del libre albedrío, su comprensión de que las convicciones se inscriben en situaciones históricas cambiantes, su rechazo de la culpa católica, el énfasis salvífico en la fe, el rechazo de la adoración de imágenes de lo divino, el énfasis en la hermenéutica bíblica personal (por encima de toda autoridad) con un sentido práctico pero restringido a la fe personal… todo ello que es herencia de Lutero lo expresa como una creyente que está muy alejada del fanatismo religioso en el que, fanáticamente, se le ha querido encasillar. Hay quienes se han burlado de lo que dijo respecto a que “ya se encargará el Señor de irnos perfeccionando en el ser tripartito que somos (alma, cuerpo y espíritu)”, como siendo algo irracional. Sin embargo, la comedia siempre es buena precisamente porque el comediante no se cree su propio chiste (sobre todo porque uno de los recursos paradójicos de la comedia es la extrema simplificación). En este caso, el que se burla debe ser consciente, salvo ignorancia supina, que juzga desde su concepción dualista (alma y cuerpo), o monista (sólo cuerpo), a una antropología que no ha inventado -bueno fuese- la ministra, sino que está presente en varias tradiciones, incluyendo la judía y la cristiana. Burlarse por ignorancia es algo divertido como recurso cómico, pero fuera de la comedia, es decir, prestándole alguna seriedad, sólo puede ser una idiotez.
Por todo esto, la única observación seria que se le puede hacer a la ministra es que, mientras esté en el cargo, debe respetar la naturaleza secular del Estado por el hecho de ser ministra, absteniéndose consecuentemente de hacer públicas sus creencias personales, por más que se lo pida la prensa necesitada de titulares. En ese sentido, no es incorrecta la decisión del Congreso de llamarla para que aclare su postura como ministra (y no a título personal). El Congreso es el lugar adecuado para la defensa de los intereses ciudadanos y donde se le debe “recordar” que está obligada por la misma Constitución a respetar las políticas de salud y educación sexual que sean de interés público y en particular de las mujeres. No obstante, en la entrevista con Ortiz dijo que separa sus creencias religiosas sin conflicto alguno, porque “si hay que establecer políticas de natalidad para evitar un hogar que no tiene la estabilidad y calidad de vida que requiere para poder recibir hijos, pues, podemos implementar estas medidas de natalidad”. De tal manera que, por ahora al menos, la ministra Jara parece tener claras las cosas y no debieran sus declaraciones causar el revuelo desproporcionado y algo fanático que han causado.

Cajamarca: El “diálogo”, el (sub)suelo propio y la función crítica del filósofo

Ollanta Humala ha acusado de intransigencia a quienes encabezan las protestas en Cajamarca en contra del proyecto aurífero de Conga. Sobre esa base ha declarado el estado de emergencia en cuatro provincias. Para Humala, que antes de ser Presidente alentaba las protestas contra la minera en esa misma región, se trata de gente opuesta al diálogo. Pero el diálogo se desarrolla sobre ciertas condiciones que, evidentemente, ahora que está en el Gobierno no le interesa resaltar, porque es más fácil utilizar el término “diálogo” del mismo modo como en la campaña presidencial se utilizó en su contra el término “democracia”, esto es, con un uso absolutamente primario que sirva no obstante para descalificar al otro.
Caricatura de Andrés Edery publicada en El Otorongo Nº 300.
Los intransigentes
En el 2007, Humala defendía el paro como única salida ante la prepotencia gubernamental que quería imponer a la región una actividad minera que ellos no querían tener en sus tierras. Hoy está claramente del otro lado. Dice haber “agotado” las vías del diálogo, pero no ha aclarado a qué diálogo se refiere. ¿Quizá al de los interlocutores del Gobierno que, desde hace semanas, han insistido en que el proyecto Conga es muy importante para el país y que, en consecuencia, “Conga va”, faltando sólo convencer a la población? El diálogo planteado en esos términos, ¿no es intransigencia? La diferencia estriba en su hipocresía biensonante: “el Gobierno tiene voluntad de diálogo”. Claro, una voluntad acompañada de represión con heridos de bala y desde antes de la declaratoria de estado de emergencia. Del mismo modo, cuando el vocero del Gobierno, Víctor Caballero, fue a “dialogar” y le preguntaron si había la posibilidad de que el Gobierno declarase inviable Conga, su respuesta fue clara y la misma de antes: “Decir imposible es poco“. ¿Era posible entonces el diálogo? Habría que responder que decir imposible es poco.
¿Hay violentistas, azuzadores y eventuales mineros informales entre los que protestan en Cajamarca? Seguramente, como en cualquier parte, pero eso no invalida en lo más mínimo el motivo de la protesta (y es además una excusa bastante torpe y tradicional para un político que se definía como “no tradicional”). ¿Hay malos argumentos y emotivismo? Seguramente también es el caso, pero todo argumento se reduce a uno, que es precisamente por el cual no era posible el diálogo desde un inicio. El argumento por parte del Gobierno central es que el subsuelo le pertenece al Estado. En realidad, Humala dice que “a todos los peruanos”, pero esa es una expresión tan bonita como falsa e infeliz, precisamente porque este conflicto (como muchos otros) muestra que el Estado que integra a todos es una idea tan fantasiosa como los unicornios. (Hay incluso gente que vive dentro del territorio nacional que no tiene ninguna intención de ser incluida, y seguramente mucho menos en “la gran transformación” de Humala.) Y además suponer que todos los peruanos gozarán de los millones que se ganaría en Conga, la verdad que es de una ingenuidad bastante supina. Eso sin dejar de lado que yo no tengo ningún derecho para decidir qué hacer con el subsuelo de Cajamarca, y, si lo tuviera, renunciaría enteramente a él por la sencilla razón de que no vivo allí.
Por su parte, el argumento más básico del Gobierno regional es que la decisión de qué hacer con el subsuelo le compete a la región misma; esto es, a quienes sí viven en esas zonas y que de un modo más directo participan de su ecosistema. Desde el derecho real (ius reale), hay que decirlo, ésta es la opción más lógica; razón por la cual, en numerosos países, entre ellos los Estados Unidos, si se descubre petróleo, oro o lo que fuese en el subsuelo, eso le corresponde al mismo dueño del suelo. Ahora bien, como la concepción del derecho en Cajamarca es comunitaria antes que individualista, es razonable la aplicación de esa misma lógica en función de la comunidad.
Esa lógica jurídica está basada en una más fundamental noción de “estado de naturaleza” que es la que en última instancia opera para ambas posturas y por la cual no debemos dejarnos engañar suponiendo que el conflicto no es necesario. Esa noción la expone bien Immanuel Kant cuando escribe:
La cuestión es la siguiente: ¿hasta dónde se extiende la facultad de tomar posesión de un suelo? Hasta donde llegue la capacidad de tenerlo en su potestad, es decir, hasta donde pueda defenderlo el que quiera apropiárselo; como si el suelo dijera: si no podéis protegerme, entonces no podéis disponer de mí (Metafísica de las costumbres, 265).
Claro que Kant estaba pensando que en esas circunstancias el Estado entraría como mediador y legitimador entre los particulares, pero ¿qué sucede si el Estado mismo es una de las partes en conflicto? Esto es especialmente claro en otro caso no menos habitual: el de las invasiones de terrenos. El Estado envía a la policía; si ésta logra expulsar a los invasores, entonces habrá ganado y no habrá más vuelta que dar al caso. Pero si no pueden expulsar a los invasores (y evidentemente no pueden tampoco convertir el terreno en un cementerio por ser un Estado liberal), serán estos los nuevos poseedores del mismo y —como fue el caso de Villa El Salvador— será cuestión de tiempo para que se les reconozca la legítima propiedad (aunque, claro, en línea kantiana, siempre y cuando el terreno ocupado no haya sido antes de la propiedad de un particular, en cuyo caso ya hay constituida una propiedad legítima).
Humala y su padre. Caricatura de Rossell, publicada en El Otorongo Nº 300.
De modo que, en todo caso, si se quiere plantear lo de Conga en términos de diálogo, hay que reconocer que éste no es posible; que tenemos dos posiciones, ambas cerradas (o “intransigentes”), una con mayor legitimidad (la del Gobierno regional) que la otra (la del Gobierno nacional), aunque la segunda sea la legal dado que en el Perú la ley nacional dispone que lo que se encuentre en el subsuelo (aunque no el subsuelo mismo) es propiedad del Estado (artículo 66 de la Constitución y artículo 954 del Código Civil). A propósito, desde el 2009 hay una propuesta del grupo parlamentario del PPC para cambiar esta absurda legalidad identificada como la generadora de este tipo de conflictos; algo que el mismo Humala ha reconocido implícitamente al señalar que está haciendo uso del dominio estatal sobre el subsuelo. Vistas así las cosas, la solución no pasa por el diálogo, sino por que, tras el choque de fuerzas que ya hemos estado viendo, uno de los dos finalmente ceda.
Por su parte, no hay que olvidar que Yanacocha también ha hecho lo suyo en este conflicto: ha comprado tierras con engaños a precios ridículos, ha derramado mercurio, ha utilizado médicos pagados para que mientan sobre los efectos de la contaminación con mercurio, ha comprado jueces, fiscales y policías, ha ordenado seguimientos a activistas antimineros, etc. El Gobierno de García y también el de Humala tuvieron su oportunidad de poner mano dura con Yanacocha y de ese modo garantizar que la llamada “nueva minería” pudiese aplicarse en Cajamarca. No lo hicieron y ya es tarde; es bastante razonable que la confianza se deteriore y eso bien puede ser irreversible. ¿Qué clase de insensato podría decir que los comuneros deben confiar en una minera con ese pasado y con un Estado que se comporta de manera servil? ¿Acaso cuando una persona es engañada por su pareja está en la obligación de volver a confiar en él? La confianza no funciona así; ni siquiera ante la promesa de cambios actitudinales y de beneficios económicos. Hay quienes no se respetan a sí mismos y lo permiten, es cierto, pero felizmente ese no es el caso de Cajamarca. Cajamarca no es ni quiere ser como La Oroya.
El sofista en escena
En medio de esta situación, no poca sorpresa (profesional) me ha causado (en realidad, disgusto) un cierto intelectualismo filosófico de red social, que Kant llamaría “un tono aristocrático”, según el cual, no aceptar los presupuestos de la parte contraria es colocarse en el rol de un sofista en un diálogo platónico; es decir, poco más que un ignorante y un encantador de serpientes que no acepta el “diálogo” porque no tiene buenos argumentos. Esto me parece lamentable, pero es una muestra patente del fanatismo que alegremente se puede permitir un intelectual, incluso un filósofo; lo que acaso haga aún más patético al asunto pues ese tono de gran señor no tiene ningún poder real. Hay que decir al respecto que el sofista se va del diálogo, es cierto, pero no se debe olvidar que eso Platón lo toma de la comedia. No hay que olvidarlo porque la comedia es lo suficientemente honesta como para botar a palos al charlatán; es decir, para reconocer como necesaria (inevitable) una violencia de la que Platón quiere aparecer totalmente limpio. Y es tan honesta que no necesita hacer una apología de su héroe, pues no tiene problemas en reconocer que, aunque con cierta bondad, también él es un charlatán.
¿Quién es entonces el verdadero sofista?
Se comprenderá que, más allá de la pose intelectualista, lo que se llama “diálogo” puede encubrir —y en política normalmente es así, sobre todo cuando no se reconoce que hay circunstancias en las que ningún diálogo es posible— la violencia de la parte que, en nombre del “diálogo”, quiere que se acepten sus prerrogativas sí o sí. No aceptarlas, supuestamente, es romper el diálogo. Lo que eso permite es dividir las aguas, aprovechando lo políticamente correcto, para satanizar a la posición contraria y ganar adeptos para la propia. Es una vieja táctica política orientada no a ganarse a los que ya se tiene de su lado, sino a los que hasta entonces hayan querido colocarse en el medio (en este caso, la mayoría de la “opinión pública”). Pero, en realidad, no hubo nunca posibilidad de diálogo alguno, porque el diálogo supone la máxima abdicación posible de las propias convicciones, al punto en que se pueda creer que la posición contraria sea la correcta, lo que hemos visto que no es el caso. (Y lo mismo se aplica para los diálogos platónicos, que en el fondo son meros monólogos.) De modo que si el Gobierno quisiera en verdad dialogar, debería considerar seriamente la posibilidad de renunciar a su “Conga va”; algo que hasta ahora se muestra reacio a hacer. Más aún cuando la posición de los cajamarquinos es bastante clara y suficientemente argumentada, como lo hizo también el Ministerio del Ambiente al dar un informe que señalaba claramente (aunque el ministro pretendiera luego desdecirse) que el Proyecto Conga “transformará de manera significativa e irreversible la cabecera de cuenca, desapareciendo varios ecosistemas y fragmentando los restantes, de tal manera que los procesos, funciones, interacciones y servicios ambientales serán afectados de manera irreversible”. Razón similar ha sido más que suficiente como para descartar otros proyectos similares en Estados más sensatos y ecológicamente sensibles, incluso teniendo a la población mayoritariamente a favor del proyecto, como en Escocia (Reino Unido).
Por otro lado, ¿por qué el diálogo tendría que solucionarlo todo? ¿Desde cuando el diálogo es la panacea de todos nuestros problemas? El presupuesto filosófico es el de una presunta unidad originaria a la que debemos dirigirnos, y ello sería posible por medio del diálogo. En consecuencia, ¿problemas familiares?: falta de diálogo. ¿Indisciplina?: falta de diálogo. ¿Desacuerdos políticos?: falta de diálogo. ¿Impopularidad?: hay que mejorar la comunicación. Hasta los problema personales se deberían a una falta de “diálogo con uno mismo”. ¿Acaso el Perú es una república independiente a causa del “diálogo” entre el libertador San Martín y el virrey La Serna? ¿Cuando San Martín se fue indignado era un sofista que no sabia argumentar o un “radical” que azuzaba a la gente por intereses personales? (Nótese en el cuadro el rostro del segundo español en el bando de La Serna. Ese es el verdadero rostro del abanderado del falso diálogo.)
San Martín y La Serna en Punchauca, 1821. Anónimo.
Hay diferencias, desde luego, en cada caso, pero también una similitud que no es difícil de identificar: no siempre es sostenible el diálogo (que en nombre de la paz todos quisiéramos por la razón bastante egoísta y simple de que no nos gusta ni nos conviene el desgaste bélico) y por ello es más bien necesario reconocer sus límites.
En consecuencia, la tarea del filósofo sobre el asunto del diálogo es doble: Por un lado, evidenciar (porque la verdad es de-velamiento) lo que está detrás de las apelaciones al diálogo; es decir, las condiciones en las que se está planteando, para criticarlo cuando sea engañoso. Y, por otro lado, como consecuencia de lo anterior, determinar (porque la verdad es también adecuación) si las circunstancias hacen posible o no una solución pacífica y dialogada, ya que ciertos asuntos deben ser solucionados por la fuerza. Si no fuese así, no sería necesario un Poder Judicial, por ejemplo, ni, como se ha dicho, el Perú sería un país independiente. En ese sentido, no deja de ser honesto el lema del escudo chileno: “Por la razón o por la fuerza”. Y ese es precisamente el lema que el gobierno de Humala, como buen continuador de García, ha sostenido desde siempre en el caso de Conga, sólo que ahora lo hace explícito con su declaratoria de estado de emergencia en Cajamarca.
Si Humala insiste en usar la fuerza, que al menos sepa que defenderemos la posición que su gobierno y las mineras quieren hacer pasar por ilegítima: Conga no va.

Identidades y nacionalismos según Anderson

Benedict Anderson es uno de los más destacados teóricos de la actualidad. Su libro Comunidades imaginadas marcó un hito en el desarrollo de los estudios culturales. Este historiador por la Universidad de Cornell y profesor emérito de esa misma casa de estudios, recibió este año el Doctorado Honoris Causa de la Pontificia Universidad Católica del Perú y concedió una breve entrevista al semanario PuntoEdu (Año 7, Nº 220), del cual quiero extraer dos comentarios suyos; uno sobre las identidades y otro sobre los nacionalismos. Respecto a las identidades, se le pregunta y responde lo siguiente:
El sistema global dice que vivimos en un mundo globalizado, pero probablemente se están reduciendo los lugares en los que podemos mostrar nuestras identidades. ¿Cómo lo ve?
La gente tiene una idea equivocada de lo que es la identidad. Se habla de ella como si estuviera adentro tuyo, pero no lo está. La identidad es la respuesta que das cuando alguien te pregunta quién eres. Entonces, miras quién pregunta, por qué lo hace, dónde y cuándo. Es una respuesta estratégica a una pregunta, por eso puedes tener varias identidades.
Y respecto a los nacionalismos, agrega:
En un mundo globalizado, el nacionalismo es visto como algo del pasado. ahora todo el mundo está unificado. el mandato es abrir tus fronteras y dejar que el capitalismo haga su trabajo.
Mi idea sobre el nacionalismo es que se trata del futuro más que del pasado. El nacionalismo tiene que ver con adónde vamos; es tener un futuro común. La idea del nacionalismo es siempre, de alguna manera, emancipadora. Se trata de una idea de identidad, de lo que implica ser el miembro de una nación, y algunas cosas serán negadas y otras permitidas. El capitalismo, por ejemplo, ha estado en el mundo por cerca de 400 años y no hizo nada por el estatus de las mujeres; el nacionalismo sí. ¿Por qué? Porque ellas eran americanas y era intolerable que sean tratadas así. Al final obtienen lo que quieren no porque sean mujeres, sino porque son parte de la nación (lo mismo que los negros y los gays). El nacionalismo es más confiable que los derechos humanos, que pueden ser explotados por extranjeros: “Venimos a defender los derechos humanos en tu país”, e invaden. Pero si cambian los derechos de los miembros de una nación, los cambios son más durables porque no son una intervención externa. Las cosas no pueden ser reversibles, es imposible.
¿Necesitamos un enemigo común para construir comunidad?
No puedes hacer política sin enemigos. La política se basa en el conflicto. No todo nacionalismo necesita enemigos, pero sí cada acto político.
La observación de Anderson sobre la identidad desmitifica su carácter interior ampliamente extendido. Una cosa es la constitución de una conciencia unitaria que llamamos “yo” a partir de la memoria y la regularidad, y otra muy distinta es que tengamos dentro de nosotros esa suerte de esencia originaria que sería nuestra “alma”. Lo que llamamos así es, en contra de lo que le conviene sostener a las religiones, sólo una síntesis realizada por nuestra imaginación y que no tiene ninguna verificación real. Pero lo que aquí interesa es que también las ficciones imaginativas tienen efectos reales en las sociedades y en sus políticas. No es extraño encontrar en múltiples discursos identitarios en ámbitos rurales peruanos, por ejemplo, ese platonismo, mientras que, en la práctica, y al mismo tiempo, sucede que las identidades cambian con total ductilidad en razón de las circunstancias. Por eso Anderson, que es historiador pero también antropólogo, sostiene que la identidad es básicamente el modo como se responde ante un otro que te cuestiona. Hay allí un “aire de familia” posible entre la dialéctica social hegeliana (su lado más aristotélico), la dialéctica social de Marx (que decapita los rezagos “místicos” de Hegel), la crítica de la subjetividad cartesiana (y de la moral) emprendida por Nietzsche, y una comprensión pragmática como la de Wittgenstein al modo de los juegos del lenguaje. Aunque la gente necesite creer en su identidad como un alma eterna, el analista y el investigador social ganan mucho al comprender la identidad en ese otro sentido, y cabe preguntarse incluso si el desarrollo de las ciencias sociales no ha sido posible precisamente en la medida en que se ha dado ese giro.
En torno a los nacionalismos, parece igualmente acertada la convicción de que estos son cosa del futuro más que del pasado. No hay en el panorama nada que haga pensar en su desaparición y quizá así sea mejor, porque, como señalaba Kant (Cf. Hacia la paz perpetua), no habría nada más tiránico e imposible de controlar que un Estado mundial, siendo la idea de Estados confederados la más conducente hacia una paz duradera. Es que los críticos de los nacionalismos han mirado con cierta ingenuidad los procesos globales, como si estos se dieran por una mano invisible universal, y han desatendido, como señala Anderson, el rol de los nacionalismos. En ese sentido, es cierto que varios derechos políticos y sociales han sido obtenidos en procesos de autoafirmación nacional, y no, por ejemplo, como resultado de la expansión del capitalismo. Sin embargo, creo que Anderson pasa muy rápidamente al otro lado. Ninguna idea es enteramente emancipadora y los nacionalismos han sido con frecuencia no sólo ajenos sino contrarios a las libertades individuales, además de castigar el disenso y encerrarse en posiciones dogmáticas. No en vano se han desarrollado tribunales internacionales que puedan proteger esas libertades cuando ya no encuentran protección alguna en las jurisdicciones nacionales. Del mismo modo, muchos procesos emancipadores nacionales han sido influidos por procesos internacionales; de modo que hay que afinar aún más los alcances y peligros de los nacionalismos, sin buscar suprimirlos ni tampoco exaltando sus logros de manera unívoca. El mismo ejemplo de los derechos de las mujeres así lo demuestra: ¿en qué medida se les concedió por ser americanas o más bien por una idea de igualdad universal?
Se trata pues, según creo, de una confrontación constante, y a la que deberíamos ya estar acostumbrados, entre lo individual, lo nacional (el ethos), lo estatal (que no es lo mismo porque casi todo Estado es plurinacional y estas naciones o subnaciones están cobrando fuerza), lo supranacional (bloques) y lo global. En la actualidad, no hay país donde todos esos frentes no confluyan en la vida política de la nación. Por lo mismo, la oposición entre derechos humanos (universales) y derechos nacionales no es algo que pueda ser simplificado en la oposición de nacionalismo y globalización. En todo caso, en lo que tiene razón Anderson es en que los procesos internos de una nación deben ser políticamente respetados porque, al ser procesos del ethos, son consensuados y por ende más estables. Eso no invalida las intervenciones que se dan en un marco jurídico internacional. Ahora bien, que las libertades ganadas en el ethos no puedan ser reversibles, es algo que requiere aclaración. Es cierto que una vez que se abre paso una demanda al interior de una nación lo más probable es que ella ya no decline, en tanto demanda de individuos que conforman esa nación, pero las medidas políticas desde luego que pueden ser reversibles. Hay Estados que han pasado de un régimen liberal a uno totalmente autocrático e incluso con apoyo mayoritario de la población. Las coyunturas y las situaciones de fondo han de ser tenidas  allí más en cuenta. Y en esos casos es donde adquiere importancia la influencia internacional, tanto política como jurídica.
Por último, es interesante la observación de que cada acto político necesita enemigos, aunque no toda nación. Como se sabe, el tema de la amistad y de la enemistad fue colocado con fuerza en la teoría política por Carl Schmitt, lo que fue rechazado casi de inmediato por cierta vertiente liberal. El gran problema con Schmitt es que estaba convencido de que las estructuras y las identidades políticas son círculos cerrados, cuando en realidad no lo son, y no sólo desde la modernidad sino desde siempre. En ese sentido, el primer enemigo debe ser encontrado al interior y no al exterior, incluso dentro de un mismo individuo. Por otro lado, como decía Heidegger, una cosa es tener adversarios y otra muy distinta tener meros enemigos. ¿Cuál es la diferencia? Que en la mera enemistad la identidad, que supone siempre una diferencia, se enfoca en la desaparición del otro; mientras que, entre adversarios, la enemistad misma es vista como necesaria, y por tanto el mejor bien que uno puede hacerse está en hacer más fuerte al adversario, no en eliminarlo. Esto lo comprendió tempranamente la tradición liberal al alentar la libre competencia y sólo un reciente pacifismo exacerbado no llega a comprender cómo el conflicto es necesario. En efecto, el conflicto es necesario, pero hay dos modos distintos de entenderlo y eso es algo que conviene recordar para no caer en los torpes antagonismos chauvinistas en los que con frecuencia han caído y caen los nacionalismos. En el Perú, basta escuchar a alguien como Antauro Humala para comprender a lo que me refiero.

Cipriani, el indulto y la mala conciencia

El cardenal Cipriani quiere dar lecciones de derecho en su programa radial: ”El indulto es una gracia que tiene el presidente de la República de la que no tiene que dar cuenta a nadie sino a su propia conciencia“. Y ni siquiera puede decirse que como jurisconsulto sea un buen religioso, porque ni siquiera es esto último. Sin embargo, esta declaración es sintomática del tipo sacerdotal y del tipo autocrático que se puede encontrar simultáneamente en el sujeto Cipriani.
En primer lugar, hay que señalar por qué la declaración del cardenal es, además de oportunista, insensata — un llamado a no respetar el orden democrático y un desprecio incluso de la pericia médica. Lo es porque, desde que nos regimos por una Constitución, no es cierto que el Presidente pueda decidir a quién indulta sin dar cuenta de nada a nadie. Si bien nuestra Constitución, en su artículo 118, inciso 21, no le demanda explícitamente una rendición de cuentas, el hecho mismo de ser una facultad otorgada al Presidente por la Constitución implica dos cosas:
Primero, que esta facultad, en el fondo, está anclada en la soberanía popular, a la que el Presidente debe rendir cuentas de todos sus actos, incluso de aquellos que derivan de facultades especiales. Esto quiere decir que no por tener el Presidente dichas facultades, el demos deja de tener la soberanía. De allí que exista una comisión encargada de evaluar las solicitudes y sugerir al Presidente quiénes deben ser indultados. Aunque el Presidente no tenga que seguir lo que le dice esta comisión de indultos, lo hace para garantizar la independencia del acto respecto a su voluntad personal. Por eso es un preside-nte y no un mon-arca.
Segundo, y más importante aun, que, al ser una facultad constitucional, debe obedecer los requerimientos propios del derecho constitucional. Es en ese ámbito donde cobra especial importancia la razonabilidad como único modo de garantizar la igualdad ante la ley (que es un derecho constitucional) y el respeto de las demás garantías constitucionales. Es por este requerimiento del constitucionalismo contemporáneo que los jueces están obligados a emitir sentencias razonadas y razonables; es decir, no como meros aplicadores autómatas de la ley, como “la boca que pronuncia las palabras de la ley”, que es como los pensó la Revolución francesa gracias a Montesquieu. Ahora, en cambio, el juez debe ser —y parecer— razonable en la valoración de los hechos (de las pruebas actuadas) y en la interpretación de la ley, e igualmente debe justificar —razonar— las motivaciones de su decisión. Este mismo mandato constitucional alcanza a todas las instancias de gobierno — a toda decisión que se tome en ellas, incluyendo las gracias presidenciales. Por eso la tendencia actual en los regímenes democráticos es a que el indulto se conceda en atención del interés común (nuevamente el principio de la soberanía del pueblo) o por causas humanitarias. Esto significa que quedan excluidas las motivaciones del tipo “nos salvó del terrorismo”, “recuperó la economía” o “ha sido el mejor presidente que hayamos tenido”, que habitualmente esgrimen los políticos fujimoristas y que ociosamente repite un porcentaje minoritario de la población.
Ahora bien, como la posibilidad de indultar a Alberto Fujimori es sumamente impopular (65% en contra), no es nada inocente que el cardenal apele a lo segundo. No obstante, la causa humanitaria supone que el encarcelado esté imposibilitado de seguir cumpliendo su condena, ya sea por encontrarse en trance mortal, lo que podría dar pie efectivamente a un indulto total para que pase sus últimos días u horas de vida en libertad, o sea porque las condiciones de su encarcelamiento no son las adecuadas para su salud, para lo cual lo más razonable sería un indulto parcial, esto es, conmutar su arresto en prisión por un arresto domiciliario en un hospital o clínica. Lo primero no viene (aún) al caso. Lo segundo, como han afirmado los médicos del INEN, tampoco, pues “el referido paciente se encuentra en condición estable, despierto, lúcido y con función motriz normal”. Pero al cardenal poco le importa lo que piensen los médicos; ellos no están en contacto con Dios como él. Los fujimoristas, por su parte, han llegado al colmo de decir que debiera ser indultado porque está deprimido.
A ello hay que agregar tres cuestiones relevantes: 1) Fujimori no se encuentra detenido en una prisión común, sino en un establecimiento especial donde tiene todas las facilidades que el gobierno anterior le proporcionó. 2) Está condenado por secuestro agravado en contra del periodista Gustavo Gorriti y, por una ley dada en su propio gobierno, en mayo de 1995, como medida populista impulsada por él mismo ante el aumento de estos delitos, esto no haría posible su indulto, en cuyo caso se violaría no sólo la ley sino además la equidad en contra de todos aquellos sentenciados por delito de secuestro agravado a los que no se les haya permitido presentar solicitud de indulto. 3) Dentro del derecho internacional no es aceptable la amnistía o el indulto en casos de delitos de lesa humanidad, y en la sentencia de Fujimori, ratificada por la Corte Suprema peruana, es decir, con carácter de sentencia firme, se señala claramente que los delitos por los que se le condenó constituyen crímenes de lesa humanidad por haber sido sistemáticos y generalizados, con posición de dominio de su parte.
Entonces, ¿qué sentido tiene la “gracia presidencial”?
La clemencia es una figura antigua ejercida por aquel gobernante soberano que tenía dominio político suficiente pero que necesitaba mostrarse compasivo y generoso para legitimarse ante sus gobernados. Esta figura la tenemos, por ejemplo, en el célebre episodio bíblico donde Pilatos ofrece la liberación de un prisionero por la Pascua judía.  Además de apelar Cipriani a un individualismo extremo, solipsista, aunque, claro, no generalizado sino permisible sólo para el poderoso, que es quien le paga un sueldo a la jerarquía católica, su mención del indulto alude a esa antigua condición del derecho de gracia que es la del realismo político, la de la lógica utilitaria en la política. El viejo Maquiavelo sabía bien cuánto le convenía al princeps mostrarse clemente, aun cuando fuese una mera apariencia. ¿Sorprendería esto de un hombre de fe? A decir verdad, no, por lo que sabemos de la historia política de la Iglesia católica y sus negociaciones con el poder secular. (Véase, por ejemplo, el excelente estudio de H. Berman, La formación de la tradición jurídica de Occidente).
No obstante, cuando la soberanía pasó a la “voluntad unificada del pueblo” (en alusión a Rousseau y más precisamente a Kant), el derecho de gracia perdió su sentido de soberanía absoluta y empezó a limitarse con una serie de requisitos que lo adecuaban a los regímenes constitucionales de derecho. Ese mismo tránsito desde el perdón soberano hacia la reconciliación comunitaria, propio de la Ilustración, puede observarse también en el arte; por ejemplo en Mozart, en la ambivalencia entre sus óperas La clemenza di Tito y Così fan tutte (véase el ensayo de I. Nagel, Autonomía y gracia. Sobre las óperas de Mozart). Por eso, incluso en las monarquías constitucionales como la española, el Rey debe ajustar su facultad a la ley, porque su sola conciencia no está más por encima de ella. Pero la confusión que hace Cipriani entre la noción actual del indulto y la del antiguo derecho de gracia (de origen “divino”) que tenían los monarcas absolutos (como el Papa), no es casual ni un simple descuido. Antes bien, es un testimonio de parte de una no menos antigua vocación sacerdotal.

Cuando Nietzsche analizó el origen de la mala conciencia moral (Genealogía de la moral) encontró al sacerdote; aquél viejo zorro que se dio cuenta que no importaba el dominio exterior, político, porque más poderoso y sutil era quien dominaba la interioridad, para lo cual inventó la conciencia moral e incluso la llenó de culpabilidad innata. Como decía Albert Camus, “a mala conciencia, confesión necesaria”. Por eso, cuando el viejo zorro que es Cipriani dice que el Presidente no debe rendirle cuentas a nadie salvo a su propia conciencia, allí mismo está colocándose él: como su guía espiritual, él puede llegar ahí donde ningún otro puede llegar. Así el sacerdote se hace soberano en el más pleno sentido del término, porque influye decisivamente en todos (por ser todos “hijos de Dios”) y especialmente en quien gobierna, sin necesidad de ensuciarse las manos él mismo.
Ese es el juego político de Cipriani, identificable incluso en una simple declaración como la referida. Él no quiere gobernar el Estado, ni que fuese tonto, sino la conciencia de los gobernantes. Cuando amonesta desde su púlpito radial a los ministros de salud por temas de anticoncepción, también apela, casi en un acto desesperado, al peso de sus propias conciencias. Pero así las cosas, todo depende de que el amonestado, sobre todo si es creyente, y más aún si es el Presidente de la República, tenga la suficiente claridad, es decir, una buena conciencia intelectual para asignarle al cardenal el fuero de su púlpito y negarle acceso al de las políticas de Estado (y también hay dudas de esto con el presidente Humala).
Dios y el César no deben ir juntos; hay en eso incluso un mandato cristiano que, desde luego, no le conviene al sacerdote angurriento de poder. Con un primado de la Iglesia peruana como Cipriani, todo católico peruano, por el solo hecho de serlo, seguramente tiene bien ganadas sus indulgencias plenarias.

Algunas precisiones a algunos defensores de la PUCP

Como Aristóteles, somos amigos de Platón pero somos más amigos de la verdad. Y la verdad es que, aun cuando haya que defender la autonomía universitaria de la Pontificia Universidad Católica del Perú frente a las ilegales pretensiones de la Iglesia católica, hay que hacer también algunas precisiones a unas declaraciones vertidas en los últimos días en su defensa.
Una primera es la del historiador Nelson Manrique, en su artículo “La batalla por la PUCP” (La República 20/9/2011). Hace bien Manrique en contextualizar el caso dentro de una contraofensiva de los grupos más conservadores y reaccionarios del catolicismo europeo y latinoamericano. La reciente visita del Papa Ratzinger a España, por ejemplo, es parte de esa avanzada que se quiere al menos allí donde el conservadurismo religioso y moral impera. Mientras tanto, la jugada no le salió en Reino Unido, donde se ha probado que financió su viaje con fondos de ayuda a los pobres y con impuestos (no sólo de ingleses católicos). Y asimismo en Austria, donde un grupo importante de religiosos y feligreses promueven cambios radicales en las estructuras eclesiales bajo amenaza de cisma. Manrique nos brinda una perspectiva interesante: el mismo conservadurismo católico que antes estaba más alarmado por el auge de las sectas evangélicas, ahora se ha dedicado a luchar contra las tendencias liberales y modernizadoras del propio catolicismo. “Remar mar adentro”, que le dicen. Como observaba Nietzsche: “Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera, se vuelven hacia dentro“. Lo que se deja extrañar es un estudio sobre cómo esa avanzada conservadora ha tomado centros educativos y programas específicos, como los de confirmación en colegios no dirigidos por ellos.
Ahora bien, lo curioso es que, siendo normalmente Manrique un historiador prolijo, haya pasado sin esa misma rigurosidad un dato innecesario y fácilmente cuestionable: “Poco después del autogolpe del 5/4/92 se creó un obispado castrense”. Pero el obispado castrense en el Perú data de 1943. Esto no quiere decir, sin embargo, que el resto del artículo carezca de validez, por cuanto ayuda a colocar el avance del conservadurismo católico en el contexto nacional del régimen dictatorial de Alberto Fujimori, con el que este conservadurismo se avino bien. Tampoco se invalida la peculiar cercanía entre estos sectores y ciertas cúpulas militares (recuérdese el vídeo de Cipriani con los militares). Y sin embargo no es acá necesario pretender nexos causales específicos, como se pretendería con ese dato erróneo. Basta con observar el aire de familia para comprender la afinidad ideológica y moral que, en tanto aliado de los poderosos y codicioso de los bienes ajenos, lo deslegitima como pastor de su iglesia.
Caricatura publicada en El Otorongo (05-09-2011).
La segunda declaración corresponde al artículo “PUCP: El problema de fondo” del sociólogo Sinesio López (La República 17/9/2011). En él, López señala acertadamente que la controversia entre la PUCP y el cardenal Cipriani no es, en el fondo, un asunto religioso, ni legal, ni académico, sino un asunto ideológico. Y aquí empiezan los problemas con el artículo, porque su autor no se refiere a lo ideológico propiamente, sino a lo político: “A mi juicio, el problema de fondo es político”; y da como explicación de ese problema un asunto de carácter más bien económico (la herencia de Riva-Agüero), para recién después añadir como propósito ulterior el control ideológico de la Universidad. Ahora bien, los dos últimos son, en buena cuenta, asuntos jurídicos y académicos, pero, aunque les falte claridad a las distinciones de López, se entiende que por tratarse de aspectos más formales sean puestos de lado y así poder llegar al meollo del asunto. El problema con el “problema político” del que escribe López es que la intención y las acciones políticas son posteriores en el orden de las experiencias humanas. Hay toda una serie de creencias (conscientes o no) que están antes de toda consideración política o económica. Claro, si se sigue a Hegel y a Marx, se puede pensar que la economía política está en la base de todo, pero eso es finalmente tan insostenible como creer que en el origen está dios (cuando ya sabemos que está el mono). Más preciso, por lo tanto, es afirmar que el problema de fondo es ideológico, y no sería mala idea también explicar cuál es (o cuáles son) la(s) ideología(s) contrapuesta(s) a la de Cipriani.
Lo que le interesa a Sinesio López, en este y otros artículos, es mostrar al cardenal como el político que efectivamente es. Sin embargo, su método es pésimo, no sólo en cuanto a acusaciones que no cuentan con un debido sustento (“Cipriani hizo un acuerdo bajo la mesa con el ex presidente García y con algunos dirigentes apristas con la finalidad precisa de presionar al Tribunal Constitucional”), sino, además, porque confunde respecto a la cuestión jurídica a la que se refiere (“lo esgrime para sostener que los tribunales le han dado la razón. Es cierto: se la han dado sin tenerla, por presión de García y compañía”). Sobre lo primero no aporta prueba alguna de ese presunto acuerdo. Es cierto que el TC, dominado por el aprismo, se excedió en sus funciones y que la única explicación es que quisieron beneficiar claramente al cardenal, pero de allí a afirmar que hubo un acuerdo, es algo tan infundado como innecesario. Lo ideológico, nuevamente, es precedente a lo político, y no es necesario pretender falsas certezas en contra de una sentencia que es suficientemente censurable por su subjetivismo – por ir contra el ordenamiento jurídico. Y, por el otro lado, afirmar que le han dado la razón a Cipriani sin tenerla, es, por lo menos, una afirmación confusa. La sentencia del TC está debidamente fundamentada y debe tenerse como instancia nacional máxima en lo que atañe al pedido de amparo presentado en primer lugar por la PUCP. La sentencia estipula que no hay peligro real sobre la administración de los bienes de la Universidad y por lo tanto la acción de amparo es improcedente. Hasta ese punto la sentencia es legítima y debe ser acatada. El problema está en que esa sentencia también se pronuncia sobre el contenido mismo del litigio; algo que no había sido puesto a su consideración porque le compete exclusivamente al Poder Judicial resolver, y, en ese sentido, dos sentencias de este último señalan que es improcedente tomar este exceso del TC como una sentencia adelantada, que era lo que ilegalmente solicitaban los abogados del Arzobispado liderados por Amprimo.
Lo que no puede hacer López, siendo un hombre cuya formación le exige rigurosidad, es “magalizar” la opinión, por más opinión (doxa) que sea, al punto de basarse en un “runrún” (sic), y no cuidar que sus expresiones sean precisas y aclaradoras. Ser incendiario a la vez que confuso es algo que la defensa de la PUCP no necesita ante la opinión pública. Lo que sí es un acierto en su artículo es observar que no toda la tradición tomista tiene los problemas para conciliar fe y razón crítica que parecen tener los ultramontanos acólitos del cardenal y el cardenal mismo, que ha dado la directiva a sus parroquias de “desagraviarlo” públicamente a través de las homilías dominicales. Porque así como controla a su rebaño, así quiere controlar a la Universidad. Porque le parece horrorizante que una alumna cargue una pancarta que diga “soy satánica y soy de la Católica” (aun cuando la Ex Corde Ecclesiae permite expresamente distintas confesiones o la carencia de ella en todos los niveles, incluso directivos, de una universidad católica). Porque considera “penoso” que los alumnos tengan libertad para expresar públicamente sus opiniones, como ha sostenido en su programa radial. Porque si alguien le llama “rata con sotana”, es su deber cristiano mirar la paja del ojo ajeno en lugar de la viga que tiene en el propio. Sí, es un acierto referirse a Tomás de Aquino, que pudo escribir contra gentiles y contra averroístas porque precisamente se lo permitía un contexto de libre discusión académica; libre de las injerencias de la Iglesia de entonces que miraba con malos ojos varios de sus argumentos (y que los condenó, para luego de un tiempo recién rehabilitarlos). No obstante, aquí comete López otro error innecesario: “Me pregunto si ha llegado ya la hora de decirle a Cipriani lo que el brillante monje Marsilio de Padua le dijo al Papa en 1324 en su famosa obra Defensor Pacis“. Pues bien, Marsilio de Padua no era ningún monje. Sí lo era su amigo Guillermo de Ockham, monje franciscano que escribió varias obras contra la tiranía papal y promovía el laicismo como un postura fielmente (ortodoxamente) cristiana. Cosa distinta es que el emperador Luis IV de Baviera, que lo tenía como asesor y protegido, nombrara a Marsilio vicario espiritual de Roma tras invadir la ciudad por la negativa del papado de aceptar la separación entre poder espirirtual (moral) y poder terrenal (político). Pero Marsilio no era un monje. Al contrario, más bien porque era un laico profesor de la facultad de Artes de la Universidad de París (la Sorbona), es que su postura conciliarista y no papista respecto al interior de la Iglesia tenía fundamentos filosóficos (aristotélicos) y no teológicos o bíblicos, como sí era el caso de Ockham.
Y unas últimas declaraciones por comentar son las del filósofo Miguel Giusti, en su artículo “PUCP: la tragedia y la farsa” (La República 04/9/2011) y en una entrevista en Canal N. En la primera, más allá de su mala estructura y de su cuestionable uso de los conceptos de tragedia y de farsa, sostiene Giusti que en “el Perú padecemos un curioso, patético y doloroso retraso de la conciencia histórica”. Curiosamente, es de falta de conciencia histórica de lo que le acusa el jesuita Rafael Fernández: “sorprende una visión de la Iglesia tan pobre. Ella aparece como clerical, irracional, patológica, y finalmente, ajena a la historia”. “PUCP: caricaturas y falacias” (La República 14/9/2011). El reclamo de Fernández es correcto. Por un lado, los filósofos no debemos simplificar la mirada, sino que, como en las tragedias griegas e incluso en las comedias, debemos hacer visibles las complejidades que se suele pasar por alto. Por el otro, resulta por lo menos curioso que un filósofo hegeliano no perciba el actual momento de la controversia entre la PUCP y el Arzobispado como parte de una dialéctica más amplia, dentro de un proceso histórico en el que la reacción de Cipriani sólo puede ser vista como enteramente esperable y coherente con ciertas lógicas de un pensamiento católico reaccionario que no es únicamente peruano. El Perú no es una isla de retraso, como sugiere Giusti, sino un bastión (entre otros) de la avanzada católica reaccionaria que alcanza al mismo Benedicto XVI en sus críticas a los excesos democratizadores del Concilio Vaticano II. Esa ceguera histórica le hace ver como concluido (fuera del Perú) lo que es un conflicto bastante vivo, y como repliegue lo que, más allá de hasta donde él llega a ver, es una campaña publicitaria de enormes dimensiones (ahora más que nunca los viajes papales tienen una intención restauradora). El también filósofo Luis Bacigalupo, por su parte, ha presentado muy bien el problema de la PUCP en el contexto de la oleada restauradora dentro de la Iglesia católica (véase aquí). Ahora bien, en el fondo, la declaración de Giusti es oportuna y acertada en cuanto a que el cardenal Cipriani ha empujado la situación de la PUCP directo al borde de una ruptura con la Iglesia (y en ese sentido, al haber agudizado las contradicciones, el cardenal es un buen marxista ortodoxo). Sin embargo, sería ingenuo pensar que el problema se debe exclusivamente a Cipriani o a las facciones conservadoras de la Iglesia católica peruana allegadas a él. Al contrario, el problema entre la PUCP y el Arzobispado de Lima es apenas un episodio de una serie de pugnas que seguiremos viendo al interior de la Iglesia, entre una facción renovadora y otra restauradora, y acaso también entre el Estado monárquico del Vaticano y otros Estados constitucionales de derecho, democráticos y no-confesionales, que, por mandato cristiano incluso, no pueden dejarse pisar el poncho.

“Qué espera la Iglesia de sus universidades. Entre el aggiornamento y la restauración” (4) por Luis E. Bacigalupo

4.
Las universidades católicas y la crisis de nuestro tiempo
La afinidad de las universidades católicas liberales con el aggiornamento.
El papel que desempeñan en la hermenéutica del Concilio
En 1967, varios líderes de universidades católicas americanas se reunieron en Wisconsin, convocados por la Universidad de Notre Dame, para discutir cómo debía adecuarse la universidad al aggiornamento planteado por el Vaticano II. Apenas dos años después de concluidas las sesiones del Concilio, redactaron el Land O’Lakes Statement, considerado la carta magna de las universidades católicas liberales. Entre los firmantes se hallaba el Padre Felipe MacGregor S.J., entonces Rector de la Pontificia Universidad Católica del Perú. El grupo se proponía esclarecer qué hace católica a una universidad moderna. De hecho, existían muchas en el mundo, pero para ninguna estaba del todo claro qué las distinguía. Con el respaldo de la Federación Internacional de Universidades Católicas, se puso como premisa que “la universidad católica ha evolucionado y sigue evolucionando rápidamente, y que algunas características distintivas de esta evolución deben ser cuidadosamente identificadas y descritas.” En otras palabras, hacía falta una hermenéutica de la catolicidad de una institución dedicada al cultivo de las disciplinas científicas. Entre las señales más clara de evolución, se destacó que la participación de personas no católicas era deseable y necesaria para brindar auténtica universalidad a la universidad católica. Su aspiración era claramente la de una institución pluralista “patrocinada por católicos.” La base fundamental de esa filosofía conviene citarla:
“Hoy la universidad católica debe ser una universidad en el pleno sentido moderno de la palabra, con fuerte compromiso y preocupación por la excelencia académica. Para desempeñar sus funciones de enseñanza e investigación de manera efectiva, la universidad católica debe tener una verdadera autonomía y libertad académica de cara a cualquier tipo de autoridad, laica o clerical, que sea externa a la propia comunidad académica.”
La adhesión a los principios filosóficos de la Modernidad es manifiesta: la autonomía de la voluntad se expresa en la autonomía institucional y la autodeterminación de la razón en la libertad académica; pero ello de ninguna manera implica que en las universidades católicas liberales se haga un endoso acrítico de la cultura moderna. En Wisconsin se sintió la necesidad de entrar en confrontación con la autoridad eclesiástica, porque ese era su contexto histórico: finales de los años sesenta. Ahora, el carácter más destacable de esta ‘identidad liberal, en confrontación con la injerencia externa’, está en la formulación de la misión de una universidad católica: ser la inteligencia reflexiva y crítica de la Iglesia. ¿Crítica solo respecto del autoritarismo clerical? ¿Por qué no habría de ser crítica también respecto de los profundos defectos morales de la cultura contemporánea? En cierta forma, las universidades norteamericanas, incluidas las católicas, ya estaban cumpliendo ese papel crítico en el contexto de la oposición a la Guerra de Vietnam y la lucha por los Derechos Civiles. Es en ese contexto que interpretaron el espíritu del Vaticano II bajo el esquema de la discontinuidad sin ruptura. En principio, se trataba de descontinuar el vínculo con una universidad atada a autoridades no-universitarias.
Desde 1834, siguiendo el modelo de Lovaina, las universidades católicas del siglo XIX se concibieron como alternativa a las universidades estales, positivistas y anticlericales, y en muchos países la Iglesia tuvo que luchar por lograr la autonomía de las universidades católicas respecto de la pretendida exclusividad o injerencia del Estado en la educación superior. Por ello, cuando se consolidó como ámbito de protección de los estudiantes católicos frente a los peligros del mundo moderno, las universidades católicas decimonónicas le otorgaron, comprensiblemente, una presencia excesiva a la autoridad eclesiástica en el quehacer académico. Querer romper con ese modelo y otorgarle libertad al cultivo de las ciencias no implicaba romper con los valores tradicionales del catolicismo ni con el Magisterio eclesiástico. La Declaración de Wisconsin solo establece que una institución universitaria debe ser gobernada por académicos, no por clérigos ajenos a la vida universitaria. Eso es lo que significa ‘liberal’ en este contexto, un concepto —por lo demás— académico, y con una larga tradición que se remota a la Antigüedad, y que jugó un papel decisivo en la formación de las universidades medievales. En tanto católica, la universidad liberal del siglo XX debía contribuir al fortalecimiento del Magisterio eclesiástico, para lo cual se proponía “realizar un examen continuo de todos los aspectos y todas las actividades de la Iglesia y evaluarlos objetivamente.” De esa manera, según el Statement, la Iglesia obtendría el beneficio de un consejo técnico, científico y humanista por parte de sus universidades.
Era, no cabe duda, una tesis provocadora. Si se mira con cuidado, aunque esa no fuera su intención, en la práctica los académicos se estaban colocando, casi sin advertirlo, en el mismo nivel del Magisterio, e incluso por encima de él en su condición de evaluadores objetivos de todos los aspectos de la vida eclesial. Cuando uno se pregunta cómo concibieron algo así, se tiene que tener en cuenta dos cosas: en principio, no quisieron desconocer la autoridad del Magisterio y deseaban sinceramente colaborar con su misión; en contexto, comprendían que la universidad católica del siglo XX, para ser competitiva, no podía ser una entidad proselitista, llamada a adoctrinar a las personas y a encorsetar a las disciplinas dentro de parámetros exógenos al quehacer científico y humanístico, sino que aspiraban a consolidarse como una institución con verdadera vocación de libertad.
Hay que tener en cuenta, además, que lo que se planteó en Wisconsin contó con el respaldo de la FIUC, y por esa razón, la Declaración se convirtió a partir de esos años críticos —unos meses antes de 1968— en un elemento central de la identidad no solo de las instituciones que la firmaron, sino de toda universidad católica que se concibiese a sí misma en diálogo crítico, pero fructífero con el mundo moderno. Si hay un ámbito en el mundo católico donde se practica la hermenéutica de la discontinuidad sin ruptura es en las universidades católicas. Es allí donde el pensamiento crítico es levadura del saber, y Benedicto XVI lo sabe, porque es un hombre de universidad. Pero, también es el Papa, y eso significa que no puede dejar de cuestionar la pretensión de las universidades liberales de brindar un servicio a la Iglesia, si éste no se combina adecuadamente con la hermenéutica de la reforma de la recepción del Vaticano II. En otras palabras, en el difícil equilibrio de fidelidad y dinamismo, es necesario que en la discontinuidad se bajen ciertos acentos y se modulen ciertos factores de confrontación. Pero el Papa no pretende que en una universidad no haya confrontación de interpretaciones, porque sería como pretender fidelidad sin dinamismo. Huelga aclarar que la hermenéutica de la discontinuidad sin ruptura, que es por antonomasia universitaria, no está presente en todas las universidades católicas. En ciertos ámbitos del mundo católico, desde donde se suele juzgar negativamente a las universidades liberales, se pretende eludir esa dialéctica. Pero es un valor auténticamente universitario disentir frente a cualquier intento de acallar las voces divergentes, y en el ámbito católico es un paso en falso. La relación entre fe y razón —cito nuevamente DC— es un problema perenne. Vivir con este problema, “que se vuelve a presentar de formas siempre nuevas”, es el sino del creyente. Su universidad está llamada ser la institución que toma en serio el dinamismo de esta relación, y no la ciudadela sitiada que la niega o esconde.
Para una mejor comprensión del espíritu de discontinuidad con la injerencia autoritaria, conviene recordar que la emulación de las mejores universidades seculares modernas por parte de las universidades católicas no se dio de manera automática. A diferencia de aquellas, donde la autonomía institucional y la libertad académica son prerrogativas, las universidades católicas primero debieron obtenerlas como tales del Estado secular, y luego debían obtenerlas de Roma como privilegios. La doble naturaleza de toda institución católica, aquella que Hegel había detectado como inevitablemente conflictiva, así lo exigía. Porque son universidades afincadas en algún Estado-Nación y a la vez ‘católicas’, es decir, instituciones que respiran un ethos cívico, pero que se conciben como de la Iglesia, integradas a un ethos propio, para ellas resultaba vital definir el uso correcto de este genitivo. Si es solo un genitivo explicativo, ‘de la Iglesia’ significa que la universidad ‘es parte de la Iglesia’, es parte de un ethos católico que la obliga a tomar en cuenta las disposiciones del Magisterio y
aplicarlas al contexto en que despliega su actividad educativa. Pero si se usa el genitivo posesivo, ‘de la Iglesia’ significa que ‘es propiedad de la Iglesia’, lo que las obliga a acatar las leyes del Estado Vaticano, incluso por encima de las leyes nacionales, porque su cultura institucional es otra, ya que forman principalmente al clero.
A finales de los años sesenta, solo se podía trabajar con este tipo de análisis para hallar claridad conceptual y normativa. En la legislación canónica, la diferencia está mejor ordenada desde 1983, cuando el Código de Derecho Canónico distinguió entre universidades católicas y universidades eclesiásticas. La reglamentación se dio años después con las constituciones apostólicas Sapientia Christiana para las eclesiásticas y Ex Corde Ecclesiae para las católicas. Las universidades eclesiásticas, que otorgan títulos a nombre del Estado Vaticano, son bienes eclesiásticos. En el caso de las universidades católicas, la naturaleza de su erección marca toda la diferencia. Ex Corde Ecclesiae reconoce que hay tres distintos modos de fundar una universidad católica: (a) directamente por la jerarquía; (b) por una congregación religiosa; (c) por otras personas eclesiásticas o laicos. En cualquiera de los casos, una universidad católica es una comunidad académica que debe contribuir de modo riguroso y crítico al desarrollo de la dignidad humana y a la conservación del patrimonio cultural. Es imposible que una universidad que acoge esta definición no mire críticamente un entorno político y cultural que, en nombre de la Modernidad, atenta constantemente contra la dignidad de la persona y los Derechos Humanos. Juan Pablo II no le asigna a la universidad católica la función de aconsejar a la jerarquía, pero tampoco la excluye. Sobre el carácter
católico, señala que se basa en la búsqueda libre de la verdad acerca de la naturaleza, del hombre y de Dios, así como por el servicio desinteresado a la sociedad. Ex Corde Ecclesiae deja libre a la institución para cultivar su propio ethos universitario cuando explícitamente reconoce la autonomía institucional y la libertad académica como factores necesarios. Subrayo aquí que no dice ‘autonomía académica’, sino “libertad académica”, es decir, recoge el planteamiento doctrinal del Land O’Lakes Statement, y hay que tener en cuenta que, en algunas reuniones posteriores de la FIUC, esa doctrina había sido cuestionada por la Congregación para la Educación Católica (Silva 2009, 285). Conviene destacar, por último, que la catolicidad de una universidad no remite inmediatamente a la vida sacramental, a la ritualidad o a la profesión pública de fe, que, desde luego, nadie pretendió excluir. La misión de la universidad católica es para Juan Pablo II la proclamación de la verdad como valor fundamental; no es predicar, aunque la prédica no se excluye; no es adoctrinar, aunque la enseñanza de la doctrina no se excluye. Es enseñar, investigar y servir críticamente a la sociedad en un ethos universitario católico y moderno, es decir, en fidelidad y en dinamismo.
Coda
Breve alusión al caso de la Pontificia Universidad Católica del Perú
¿Es preferible para la Iglesia peruana que la Pontificia Universidad Católica del Perú siga siendo una comunidad democrática o que se transforme en una institución de gobierno vertical? Es una pregunta retórica si la plantea un profesor que lleva más de treinta años sirviendo a la PUCP y que, por tanto, conoce los beneficios de su actual sistema de gobierno.
A pesar de sus defectos, estoy convencido de que debemos mantener y mejorar la estructura democrática de la universidad, para el bien de la Iglesia y del Perú.
Sin embargo, mi pregunta es sincera. Me gustaría saber qué prefieren a ese respecto los involucrados y los espectadores de la actual controversia sobre el tipo de vínculo que une a la Universidad con la Iglesia. Mi propósito en estas páginas ha sido trazar un marco amplio en el que se podrían ubicar las razones, propias y adversas, así como los posibles puntos de convergencia en este delicado tema. Si es posible el diálogo entre la jerarquía eclesiástica y una universidad católica democrática, éste pasa por suponer que las partes tienen una visión razonada de la crisis de la Iglesia y del papel que deben desempeñar en ella sus universidades.
Porque la PUCP fue fundada en 1917 por un sacerdote y un grupo de laicos, sus autoridades sostienen, con razón, que es una fundación privada y que, por ello, la obliga la parte conceptual de Ex Corde Ecclesiae y la parte normativa solo en lo que concierne a las universidades privadas. Si se pretende variar la naturaleza histórica de la erección debido a que en 1942 aceptó ser Pontificia, se hace de un título honorífico un presente griego que hubiera sido mejor no recibir.
Es asombrosa la imprudencia de una autoridad eclesiástica que corre el riesgo de enajenar a una comunidad católica, porque no es capaz de aplicar el mismo método de razonamiento que hemos visto en el discurso del Papa. Es verdad que, en principio, una universidad pontificia no se organiza como una asamblea democrática. Pero es una muestra de poca sabiduría y de nula caridad no comprender que, en contexto, a esta comunidad católica le ha tocado vivir una experiencia de 40 años que ha marcado su identidad, sus logros y sus aspiraciones legítimas.
Si los laicos estamos dispuestos a comprender las razones de la jerarquía, esperamos que la jerarquía comprenda también que hemos hecho profesión de vida universitaria y que, ni siquiera en función de las preocupaciones pastorales más urgentes, podemos cruzarnos de brazos ante una beligerancia gratuita, que amenaza con desnaturalizar nuestra casa. Nos respaldan plenamente en nuestro derecho el espíritu del Concilio Vaticano II, cuya interpretación se halla en pleno dinamismo, y nuestro espíritu universitario católico, que por fidelidad a la Iglesia, por dignidad institucional y por autenticidad cristiana no puede de ninguna manera claudicar en su empeño de seguir siendo un espacio libre y democrático, entregado a la búsqueda de la verdad.
Lima, setiembre de 2011
Bibliografía
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